MARCEL PROUST (1871- 1922)
Escritor francés nacido en París, el 10 de julio de 1871.
Perteneciente a una familia acomodada, se cría en ambientes refinados y
exclusivos que se reflejan en su obra.
De frágil salud, recibió una esmerada educación, dando muestras de una gran inteligencia y
sensibilidad. Estudió en el Liceo Condorcet y después derecho en la Sorbona y
en la Facultad de Ciencias Políticas. Frecuentó las tertulias literarias, lo
que le dió la pauta para realizar un análisis psicológico de cada personaje de
sus novelas, logrando un sinfín de caracterizaciones que abarcan los diversos
matices del ser humano.
En 1896 publicó su primera
obra, Los placeres y los días un volumen
de ensayos que pasó inadvertido, aunque en él ya muestra dotes de observador
para reproducir las impresiones recogidas en los salones de la ciudad.
En 1913 pública En busca del tiempo perdido, monumental novela, de
3000 páginas, en siete partes, considerada como una de las cumbres de la
literatura universal. Constituye un estudio psicológico de la vida y el mundo
que rodeó al autor y describe con minuciosidad la vida física y, sobre todo, la
vida mental de un hombre ocioso que se mueve entre la alta sociedad.
La obra se convierte en un
largo monólogo interior en primera persona.
El primer volumen, Por el camino de Swann, fue publicado en 1913. A éste
siguieron A la Sombra de las Muchachas en Flor, El Mundo de Guermantes (1920-21),
Sodoma y Gomorra (1921-22), La Prisionera(1923), Albertine desaparecida y El
Tiempo Recobrado (1925)(1927). Las tres últimas partes, que dejó manuscritas,
se publicaron después de su muerte.
Aquejado de asma desde su infancia, a los 35 años se convirtió en un
enfermo crónico. Pasó el resto de su vida recluido, sin abandonar prácticamente
nunca la habitación revestida de corcho donde escribió su obra maestra.
La Frase:
“Mucho
tiempo he estado acostándome temprano. A veces
apenas
había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni
tiempo
tenía para decirme: «Ya me duermo» . Y media hora después
despertábame
la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería
dejar el
libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de
un soplo la
luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre
lo recién
leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas
reflexiones,
porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema
de la obra,
en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco
I y Carlos
V. Esta figuración me duraba aún unos segundos
después de
haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero
gravitaba
como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta
de que la
vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme
ininteligible,
lo mismo que después de la metempsicosis pierden su
sentido,
los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se
desprendía
de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no
a él; en
seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en
torno mío
una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aun más
quizá para
mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa
sin causa,
incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba
qué hora
sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la
lejanía, y
señalando las distancias, como el canto de un pájaro en
el bosque,
me describía la extensión de los campos desiertos, por
donde un
viandante marcha de prisa hacía la estación cercana; y el
caminito que
recorre se va a grabar en su recuerdo
por la excitación
que le dan
los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente,
los adioses
de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la
noche, y la
dulzura próxima del retorno.
Apoyaba
blandamente mis mejillas en las hermosas mejillas de
la
almohada, tan llenas y tan frescas, que son como las mejillas mismas
de nuestra
niñez. Encendía una cerilla para mirar el reloj.
Pronto
serían las doce. Este es el momento en que el enfermo
que tuvo
que salir de viaje y acostarse en una fonda desconocida,
se
despierta, sobrecogido por un dolor, y siente alegría al ver una rayita
de luz por
debajo de la puerta. ¡Qué gozo! Es de día ya”.
La Obra:
En Busca del Tiempo Perdido.
Ya de entrada, el titulo, nos
indica a donde vamos a sumergirnos: Si, en el siglo XX, el siglo donde el
tiempo pasa raudo, donde las cosas y los hechos se suceden sin darnos tiempo a mayores reflexiones, el
siglo en que todo se ha convertido en instantáneo, y, Proust tuvo el ingenio de
captarlo para mostrárnoslo, claro, en 3000 Ypáginas, para que nos diéramos
tiempo de entender que tenemos que reencontrarnos con el tiempo perdido, con la
vida y con la muerte, con los amigos y con los recuerdos de la infancia, con el
dolor , la alegría o el aburrimiento,¡ ah !, y con la convicción de que el
tiempo no existe, o si, que existen muchos tiempos de conformidad a COMO VAMOS ENVEJECIENDO, que cada día que
pasa es un tiempo nuevo y que, al fin y a la postre, somos nosotros los que
decidimos el tiempo, el instante que preferimos, en síntesis, la vida que queremos.
En busca del tiempo perdido no
es novela de una sola faceta, sino de muchas: sobre unos parámetros de partida parcialmente autobiográficos,
Proust consigue una narración iniciática, el reflejo crítico de toda una
sociedad, una novela psicológica, una obra simbólica, el análisis de
inclinaciones sexuales hasta entonces prohibidas, una reflexión sobre la
literatura y la creación artística.
Su lectura no es fácil dado que,
a menudo, escribe frases demasiado largas que cuesta asimilarlas de una sola vez y que, por ello, exigen su relectura,
dejo consignada aquí una como ejemplo:
“Sofá
surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales, unas sillas pequeñas
tapizadas de seda rosa, tapete brochado a juego elevado a la dignidad de
persona desde el momento en que, como una persona, tenía un pasado, una
memoria, conservando en la sombra fría del salón del Quai Conti el halo de los
rayos de sol que entraban por las ventanas de la Rue Motalivet (a la hora que
él conocía tan bien como la propia madame Verdurin) y por las encristaldas
puertas de La Raspèhere, adonde la habían llevado y desde donde miraba todo el
día, más allá del florido jardín, el profundo valle de la mientras llegaba la
hora de que Cottard y el violinista jugaran su partida; ramo de violetas y de
pensamientos al pastel, regalo de un gran amigo va muerto, único fragmento
superviviente de una vida desaparecida sin dejar huella, resumen de un gran
talento y de una larga amistad, recuerdo de su mirada atenta y dulce, de su
bella mano llena y triste cuando pintaba; un arsenal bonito, desorden de los
regalos de los fieles que siguió por doquier a la dueña de la casa y que acabó
por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo de carácter, de una línea del
destino; profusión de ramos de flores, de cajas de bombones que, aquí como
allí, sistematizada su expansión con arreglo a un modo de floración idéntico:
curiosa interpolación de los objetos singulares y superfluos que aún parece
salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que siguen siendo toda la vida lo
que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo, en fin, todos esos objetos que
no sabríamos diferenciar de los demás, pero que para Brichot, veterano de las
fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese aterciopelado de las cosas a
las que añade su doble espiritual, dándoles así una especie de profundidad;
todo esto, disperso, hacía cantar para él, como teclas sonoras que despertaran
en su corazón semejanzas amadas, reminiscencias confusas y que en el salón
mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá, defininían, delimitaban
muebles y tapices, como lo hace en un día claro un cuadrado de sol seccionando
la atmósfera, los tapices y de un cojín a un jarrón, de un taburete al rastro
de un perfume, perseguían con un modo de iluminación en el que predominaban los
colores, esculpían, evocaban, espiritualizaban, daban vida a una forma que era
como la figura ideal, inmanente en sus viviendas sucesivas, del salón de los
Verdurin”.
Siempre debemos tener presente que los libros asi de largos, como afirma Richard Kapuscinsky, "tienen un aspecto tentador; son como una invitacion a una mesa llena de manjares".
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