"UN HOGAR SIN LIBROS ES COMO UN CUERPO SIN ALMA"
"VEO QUE ME HA SUCEDIDO LO MISMO QUE OCURRE A LOS MANUSCRITOS PEGADOS EN SUS ROLLOS TRAS LARGO TIEMPO DE OLVIDO:HAY QUE DESENROLLAR LA MEMORIA Y DE VEZ EN CUANDO SACUDIR TODO LO QUE ALLÍ SE HALLA ALMACENADO"
SENECA-

miércoles, 28 de septiembre de 2011


LOS CUENTOS DE CANTERBURY.

La mujer de bath/  GEOFFREY CHAUCER

Aunque la virginidad sea superior a la bigamia, yo no tengo envidia, lo reconozco perfectamente. Plázcales ser puros de cuerpo y alma; no quiero jactarme de mi estado. Porque bien sabéis vosotros que un señor no tiene en su casa toda la vajilla de oro; alguna es de madera, y presta servicios a su amo. Dios llama a los hombres hacia El por diversos caminos, y cada cual recibe de Dios cierto don especial – uno éste, otro aquél-, según le place distribuirlos. La virginidad es gran perfección, así como también la continencia voluntaria; pero Cristo, que es fuente de perfección, no manda a todos que vayan y vendan lo que tengan y lo den a los pobres, y de ese modo sigan sus huellas. Él se refería a los que deseasen la vida perfecta; y, con vuestro permiso, señores, yo no soy de esos. Yo quiero emplear la flor de mi edad en los actos y en fruto del matrimonio. Decidme también: ¿con qué fin fueron hechos los órganos de la generación, y para qué objeto fueron creados? Estad seguros que para nada no se hicieron. Coméntelo quienquiera, y diga por todas partes que fueron hechos para la expulsión de la orina, y que nuestras dos cositas son asimismo para distinguir la hembra del varón, y para ninguna otra cosa. ¿Decís que no? Por experiencia sabemos que no es así; y para que los clérigos no se enojen conmigo, diré que aquéllos han sido hechos para las dos cosas, es decir, para servicio del cuerpo y para comodidad de la generación, siempre que nosotros no ofendamos a Dios. De otra suene, ¿por qué se había de hacer constar en los libros que el hombre debe pagar a su mujer su deuda? Ahora bien; ¿con qué hará efectivo su pago si no usa su amable instrumento? Luego, aquéllos fueron puestos en las criaturas para expeler la orina, y además para la generación. Mas yo no digo que todos los hombres crean que tienen los tales armamentos que he mencionado para usar de ellos en la generación; entonces no se cuidarían de la castidad. Cristo era virgen, y como hombre se comportaba, lo mismo que muchos santos desde el principio del mundo; no obstante, vivieron siempre en perfecta castidad. Yo no quiero envidiar virginidad alguna; sean ellos pan de puro grano de trigo, y nosotras las mujeres seamos pan de cebada. Y, sin embargo, Marcos dice que con pan de cebada Jesús, nuestro Señor, restaura a muchos hombres. Yo deseo perseverar en el estado a que Dios me llamó; yo no soy escrupulosa. Como mujer casada, quiero usar mi instrumento tan liberalmente cual mi Hacedor me lo ha dado. ¡Si yo soy ruin, Dios me mande penas! Mi marido lo tendrá mañana y tarde, cuando le plazca venir y pagar su deuda. Poseer quiero un marido (no lo dejaré escapar), que sea a la vez mi deudor y mi siervo, siquiera tenga, por otra parte, su tribulación sobre su carne mientras yo sea su mujer. Durante toda mi vida conservaré el dominio sobre su propio cuerpo, y no él: así mismo me lo dice el Apóstol, el cual manda a nuestros maridos que nos amen m ucho. Todas estas sentencias las encuentro razonables en todas sus partes. A este punto el Bulero interrumpió, diciendo: -¡Vaya, señora, por Dios y por San Juan, sois un gran predicador en esta materia! He estado a pique de unirme con una mujer; pero ¡ay! ¿es preciso que yo lo satisfaga en mi carne tan caro? Entonces prefiero no tomar mujer por ahora. -¡Aguarda -contestó ella-, que mi cuento no ha empezado! Quizá, tú has de beber de otro tonel antes que yo me largue, y probarás algo peor que cerveza. Cuando te haya referido mi cuento acerca de las tribulaciones del matrimonio, en las cuales me he ensayado durante toda mi vida (a saber, siendo yo misma el látigo), entonces verás si quieres beber del tonel que yo he de barrenar. Guárdate de ello antes de acercarte demasiado; pues voy a decirte más de diez ejemplos. El que no quiere aprender de otros hombres, deberá servir de amonestación a los demás. Estas mismas palabras escribe Tolomeo; leed su Almagesto, y allí las encontraréis.



-Señora, yo le ruego, si es su voluntad -replicó el Vendedor de indulgencias-, que comience. Cuente su cuento; no se abstenga por nadie, y enséñenos a los jóvenes con su experiencia. -Mucho me place -dijo ella-, puesto que ha de gustaros. Mas, con todo, ruego a la compañía que si hablo a mi antojo, no tome a mal lo que yo diga, pues mi intención no es sino agradar. Bien, señores; ahora contaré mi cuento. Así pueda yo beber siempre vino o cerveza, como digo la verdad al afirmar que, de los maridos que tuve, tres fueron buenos y dos malos. Aquellos tres eran buenos, ricos y viejos; difícilmente podían mantener la ley en virtud de la cual se hallaban ligados a mi. Bien sabéis vosotros lo que quiero decir con esto,¡pardiez! ¡Dios me valga: lo que me río siempre que pienso cuan afanosamente les hacía yo trabajar por la noche! Y, a fe mía, yo no le daba a eso ninguna importancia. Ellos me habían entregado su oro y sus bienes; no necesitaba practicar otras diligencias para ganar su amor o reverenciarles. ¡Por el Altísimo, me amaban tanto, que no hacía caso alguno de su amor! La mujer lista se fija siempre en uno (cuando ninguno tiene), hasta conseguir su amor. Pero desde que yo los tuve completamente en mi mano, y luego que ellos me hubieron dado todas sus posesiones, ¡qué me había de cuidar yo de agradarles, no siendo para mi provecho y mi comodidad! Yo les he puesto, por mi fe, en tales aprietos, que muchas noches entonaban el "¡ay de mí!". A lo que me parece, no trajeron ellos a casa el tocino que algunos obtienen en Essex, en Dunmow. Yo los gobernaba tan bien, imponiéndoles mi ley, que todos ellos se tenían por muy dichosos y felices llevándome buenas cosas del mercado. Se mostraban muy alegres cuando les hablaba cariñosamente; porque Dios sabe que yo les reprendía con dureza. Ahora, vosotras, discretas mujeres que podéis entenderme, escuchad cuan acertadamente me conduzco. He aquí cómo debéis hablarles y acusarles. Porque ningún hombre puede jurar y mentir con tanto descaro como una mujer. Yo no digo esto con referencia a las mujeres q son prudentes sino de las que se ue conduzcan con imprudencia. La mujer discreta, si entiendo su provecho, le asegurará que la corneja está loca, y pondrá a su propia doncella como testigo de su afirmación. Pero escuchad cómo digo yo: "Señor viejo chocho: ¿es ésta tu manera de proceder? ¿Por qué está mi vecina tan bien vestida? Ella se ve honrada adondequiera que va; yo me quedo en casa porque no tengo un traje decente. ¿Qué haces tú en la de mi vecina? ¿Tan hermosa es ella? ¿Eres tú tan enamorado? ¡Benedicite!, ¿qué cuchicheas tú con nuestra doncella? ¡Señor viejo verde, deja estar tus malas mañas! En cambio, si yo tengo algún pariente o cualquier amigo, chillas como un demonio, sin motivo, si yo voy o me entretengo en su casa. Tú vienes a la nuestra tan borracho como un ratón, y te pones a predicar en el banco con malas razones. Me dices que es gran desgracia casarse con una mujer pobre, por los gastos que ocasiona; y si es rica y de alto linaje, dices entonces que es un tormento sufrir su orgullo y su melancolía. Si ella es hermosa, tú dices, gran patán, que cualquier libertino querrá poseerla, y que, en tanto, la que se ve asediada por todas partes no puede permanecer en castidad. "Tú afirmas que algunos nos desean por las riquezas, otros por nuestro talle, y algunos por nuestra hermosura; éstos porque ella sabe cantar o bailar; aquéllos por su gentileza y buen humor; los de más allá por sus manos y sus brazos finos. Así, según tus cálculos, se va todo al diablo. Tú dices que no se puede defender la muralla de una fortaleza que es atacada mucho tiempo por todas partes. "Si ella es fea, dices que apetece a todos los hombres que ve, pues saltará como sabueso sobre tales, hasta que encuentre quien con ella se arregle. Ni hay ganso alguno -añades- que vaya por el lago, por pardo que sea, que desee estar sin macho. Y aseguras que es difícil de gobernar una cosa que a ningún hombre place retener con gusto. Esto es lo que tú dices, miserable, cuando te vas a la cama, así como también que ningún hombre sabio debe casarse, ni tampoco el que quiera ir al cielo. ¡Ojalá el violento rayo y el fuego del relámpago te partan ese cuello marchito!



"Dices que humo, y gotera, y mujer brava, echan al hombre de su casa. ¡Ah, benedicite! ¿Qué le pasa a este viejo para regañar? "Dices que nosotras, las mujeres, queremos ocultar nuestros vicios hasta que nos vemos casadas, y entonces los mostramos. ¡Bien puede ser eso el dicho de algún bribón! "Dices que los bueyes, los asnos, los caballos y los perros se prueban una y otra vez, así como las jofainas, vasijas, cucharas, taburetes y otros objetos caseros, e igualmente las ollas, paños y enseres, antes de comprarlos; pero que ningún ensayo se hace con las mujeres hasta que están casadas: ¡viejo necio y pícaro! Entonces dices que nosotras sacamos nuestros vicios. "También aseguras que me disgusto si tú dejas de alabar mi belleza y si no contemplas siempre mi cara con atención y me llamas 'hermosa señora en todo lugar, y si no celebras fiesta el día de mi cumpleaños y me vistes de nuevo y elegante, y si no honras a mi nodriza y a mi doncella dentro de mi aposento, y a la familia y allegados de mi padre. ¡Así dices tú, viejo barril lleno de heces! "Y aun de nuestro aprendiz Juanito has concebido falsas sospechas, a causa de sus cabellos rizados, que brillan como oro fino, y porque él me acompaña como escudero a todas partes. Aunque tú te murieras mañana, yo no le quiero. "Pero díme una cosa: ¿por qué escondes (¡mala suerte te caiga!) las llaves de tu cofre fuera de mi alcance? Son bienes míos, lo mismo que tuyos, ¡pardiez! ¡Qué!, ¿piensas convertir en idiota a tu mujer? Mas, por el señor que se llama Santiago, aunque te vuelvas loco de atar, tú no has de ser dueño de mi cuerpo ni de mis bienes; tendrás que renunciar a una de las dos cosas, pese a tus ojos. ¿Qué necesidad tienes de informarte de mí o de espiarme? ¡Yo creo que querrías verme dentro de tu baúl! Tú deberías decir: 'Mujer, vete adonde te plazca, entretente como quieras, que yo no daré fe a ningún chisme; te tengo por esposa fiel, señora Alicia. Nosotras no queremos al marido que pone cuidado y especial atención a dónde vamos; a nosotras nos gusta estar a nuestras anchas. "Bendito sea entre todos los hombres el sabio astrólogo Don Tolomeo, que dice este proverbio en su Almagesto: 'De todos los hombres alcanza más sabiduría el que jamás se cuida de quién tiene el mundo en la mano'. Por esta sentencia debes entender lo siguiente: teniendo tú bastante, ¿qué necesidad te incita a preocuparte o inquietarte por lo agradablemente que otros viven? Porque, en verdad, viejo chocho, tú poseerás cuando quieras mis partes durante la noche a tu completa satisfacción. Es demasiado gran tacaño el que no permite a un hombre que encienda la luz en su linterna; jamás tendrá por eso menos luz, ¡pardiez! Bastante tienes tú; no debes quejarte. "Dices también que si nosotras nos ponemos vestidos elegantes y preciosos adornos, peligra por ello nuestra castidad; y para reforzarlo (¡mala suerte tengas!), dices estas palabras, en nombre del Apóstol: 'Vosotras, mujeres, debéis ataviaros con vestidos hechos con arreglo a la castidad y al decoro —dice él—, y no con los cabellos trenzados y con piedras finas, como perlas, ni con oro ni con ricos paños'. Ni según tu texto, ni según tu rúbrica, he de obrar un ápice. "Tú has dicho que yo era semejante a una gata. Porque si alguien chamusca la piel de alguna gata, ésta permanecerá entonces seguramente dentro de la habitación; mas si su piel está lustrosa y fina, no querrá la gata estar en casa medio día, sino que saldrá fuera antes del amanecer, para lucir su piel e ir maullar. Esto quiere decir, señor regañón, que si yo estoy bien puesta, correré a enseñar mi buriel.



"Señor viejo loco, ¿qué te sirve el espiarme? Aunque tú mandes a Argos con sus cien ojos que guarde mi persona como mejor pueda, él no me habrá de guardar, a fe mía, sino según mi deseo; aún puedo yo hacer su barba, así como la tuya. "Dices también que hay tres cosas que perturban toda la tierra, y que nadie puede sufrir la cuarta. ¡Oh querido señor gruñón, que Jesús acorte tu vida! Además, predicas y dices que la mujer odiosa se cuenta como uno de estos infortunios. ¿No hay otra clase de semblanzas, que tú puedas traer a comparación en tus ejemplos, más que una esposa inocente? "Tú comparas el amor de la mujer al infierno, a la tierra estéril, donde el agua no existe. La comparas también al fuego griego, que cuanto más quema, tanto más desea consumir todas las cosas combustibles. Dices que así como los gusanos destruyen el árbol, de igual modo la mujer arruina a su marido. Esto lo saben los que están ligados con las mujeres." Señores: asimismo, como vosotros habéis oído, hacía yo creer a pie junrillas a mis viejos maridos que decían en su borrachera; y todo era falso, aunque yo tomaba por testigos a Juanito y a mi sobrina. ¡Ah, Señor, las angustias y los dolores que yo causaba a los muy inocentes, por la dulce pasión de Dios! Porque yo sé morder y relinchar como un caballo. Aunque yo fuese la culpable, me quejaba; de otra suerte, hubiera quedado confundida muchas veces. El que primero llega al molino, antes muele: yo me quejaba primero, y así quedaba detenida nuestra lucha. Ellos se consideraban muy satisfechos excusándose a toda prisa de los delitos que jamás en su vida cometieron. Yo le acusaba de ir en busca de mujeres, cuando, por razón de su enfermedad, difícilmente podía tenerse de pie. Sin embargo, eso halagaba su corazón, pues imaginaba que yo sentía por él grandísimo cariño. Yo juraba que todas mis salidas por la noche eran para averiguar con qué muchachas se acostaba; con esa disculpa corría yo no pocas aventuras. Porque ésta es nuestra condición desde que nacemos: Dios ha dado a las mujeres por naturaleza el engaño, las lágrimas y la disposición para hilar mientras vivan. De este modo, me vanaglorio de que al fin yo quedaba encima, en toda cosa, por astucia, por fuerza o por algún otro medio, como quejas o lamentaciones continuas. En la cama, especialmente, experimentaban ellos su desgracia: allí gruñía yo, y no les daba gusto; si sentía su brazo sobre mi costado, no quería permanecer más tiempo en el lecho hasta que él me hubiese pagado su rescate, permitiéndole entonces satisfacer su necedad. ASÍ que, en vista de eso, vosotros todos, a quienes digo este cuento: gane quien pueda, pues todo se vende. Con las manos vacías no es posible atraer al halcón; para mi provecho tenía yo que aguantar toda su lujuria, fingiendo un falso apetito, y, sin embargo, el tocino no me hizo nunca feliz, lo cual era causa de que yo siempre les regañara. Porque, a cuando el Papa hubiera estado sentado junto a ellos, yo no me habría contenido un en su propia mesa, pues, a fe mía, les devolvía palabra por palabra. Así me ayude de verdad Dios omnipotente, que si yo tuviera que hacer ahora mismo mi testamento, no les debo una palabra que no haya sido pagada. Yo las conducía de tal manera con mi ingenio, que a ellos les tenía más cuenta ceder; de otro modo, jamás hubiéramos estado en paz, pues aun cuando él tuviese el aspecto de un león furioso, habría, con todo, abandonado sus razones. Entonces decíale yo; "Querido mío, mira qué apariencia tan mansa tiene nuestra oveja Wiikin. ¡Acércate, esposo mío: permíteme que bese tu cara! Tú has de ser muy paciente y humilde, y tener conciencia buena y escrupulosa, ya que tanto predicas sobre la paciencia de Job. Puesto que tan bien sabes sermonear, ten siempre tolerancia, y si no lo haces, nosotras os enseñaremos, a buen seguro, que es cosa excelente mantener paz con la mujer. Uno de nosotros dos debe ceder, sin duda; y pues el hombre es más razonable que la mujer, tú tienes que ser sufrido. ¿Qué sacas refunfuñando y gruñendo así? ¿Es que tú solo quieres poseer lo mío? Pues tómalo todo entero: aquí lo tienes. ¡Por San Pedro, maldito seas si tú no lo estás deseando con ansia! Porque si yo quisiera vender mi belle chose, podría exhibirme tan fresca como una rosa; pero quiero guardarla para tu propio diente. Por Dios, de verdad te digo que eres digno de censura".



Tales palabras nos dirigíamos. Ahora voy a hablar de mi cuarto marido. Mi cuarto marido era un jaranero; quiero decir que tenía una amante. Yo era joven y muy apasionada, terca, vigorosa, y alegre como una picaza. Sabía yo danzar a maravilla al son de una pequeña arpa, y cantar lo mismo que el ruiseñor, después de haber bebido un trago de vino dulce. Aunque yo hubiera sido la esposa de Metelio (el infame villano, el cerdo, que con un palo quitó la vida a su mujer porque ella bebió vino), no me habría metido miedo para beber. Y después del vino pienso yo en Venus; porque tan cieno como el frío engendra el granizo, a la boca glotona corresponde un rabo lujurioso. La mujer repleta de vino no tiene defensa; esto lo sabe por experiencia el libertino. Pero, ¡Cristo Señor!, cuando me acuerdo de mi juventud y de mi alegría, me hacen cosquillas las fibras de mi corazón. Hoy en día constituye el consuelo de mi alma el haber corrido el mundo en mis tiempos. Mas ¡ay!, la edad, que todo lo inficiona, me ha despojado de mi belleza y de mi energía: ¡vayan con bien; el diablo cargue con ellas! La flor de la harina se acabó, y ahora tengo que vender el salvado como mejor pueda: con eso está dicho todo. Sin embargo, aun procuraré divertirme bien. Voy a hablar ya de mi cuarto marido. Digo que encerraba gran despecho en mi corazón, porque él obtenía las caricias de otra. Pero quedó recompensado, ¡por Dios y por San José! Yo le hice un báculo con la misma madera, no de modo vergonzoso para mi cuerpo, sino poniendo a la gente tal cara, que de rabia y de terribles celos le hacía freírse en su propia grasa. Por Dios, yo fui en la tierra su purgatorio; así que espero que su alma esté en la gloria. Porque, Dios lo sabe, él se sentaba y se ponía a cantar con mucha frecuencia cuando su zapato le lastimaba muy cruelmente. No había nadie, salvo Dios y él, que supiese con cuánto dolor le atormentaba de muchas maneras. Murió cuando yo volvía de Jerusalén, y enterrado se halla bajo la peana de una cruz, aunque su tumba no está tan bien hecha como el sepulcro de Darío, que Apeles labró con habilidad; era gasto inútil enterrarle con lujo. Vaya con Dios, y El dé a su alma descanso; ya está en la sepultura y en su caja. Ahora voy a hablar de mi quinto marido. ¡Dios no permita que su alma vaya jamás al infierno! Y, sin embargo, fue para mí el más malo, lo cual experimento y experimentaré siempre, hasta el último día de mi vida, en cada una de mis costillas. Pero era tan vigoroso y retozón en nuestro lecho, y sabía además acariciarme tan bien cuando quería conseguir mi belle chose, que aunque me hubiese molido a palos todos los huesos, sabía reconquistar al punco mi amor. Yo creo que le amaba más porque me escatimaba su cariño. Nosotras, las mujeres, si no he de mentir, tenemos en este particular extraños antojos: nos parece que no podemos conseguir fácilmente alguna cosa, y en seguida gritamos y suplicamos sin tregua. Prohibidnos algo, y lo desearemos; acosadnos de cerca, y huiremos entonces. Ofrecemos toda nuestra mercancía con escasez. La gran demanda en el mercado encarece los géneros, y los demasiado baratos se estiman en poco valor: esto lo sabe toda mujer que sea lista. Mi quinto marido (¡Dios bendiga su alma!), a quien recibí por amor, y no por sus riquezas, fue en otro tiempo estudiante de Oxford, que había dejado la escuela, tomando pupilaje en casa de mi comadre, que vivía en nuestra ciudad y se llamaba Alison: ¡Dios haya acogido su alma! Ella conocía mi corazón, y aun mis secretos, mejor que nuestro cura párroco (¡así medre yo!), descubriéndole todas mis irrtimidades. Porque si mi marido hubiese orinado contra la pared, o hecho alguna cosa que hubiera de costarle la vida, yo habría dicho su secreto a ella en todas sus partes, así como a otra honrada mujer y a mi sobrina, a quien yo quería mucho. Y Dios sabe que así lo hice muy a menudo; de manera que con frecuencia suma ponía su cara roja y encendida de pura vergüenza, culpándose él mismo por haberme revelado tan profundo secreto.



Y sucedió que, en cierta ocasión, en tiempo de Cuaresma (pues yo iba muchas veces a casa de mi comadre, porque me gustaba siempre componerme y andar en los meses de marzo, abril y mayo de casa en casa oyendo diversas noticias), Juanito el estudiante, mi comadre la señora Alíson y yo fuimos al campo. Mi marido pasó en Londres toda aquella Cuaresma; así que yo tuve la mejor oportunidad para divertirme y para ver y ser vista de la gente alegre: ¿qué sabía yo dónde o en qué lugar estaba determinado que otorgara mis favores? Por eso hacía mis visitas a las vísperas y a las procesiones, así como también al sermón, a las peregrinaciones, a las representaciones de milagros y a la bodas, llevando elegantes vestidos de escarlata. Jamás los atacaban lo más mínimo los gusanos, ni la polilla, ni insecto alguno; lo aseguro por mi salud. ¿Y sabéis por qué? Porque estaban muy usados. Ahora voy a seguir contando lo que me sucedió. Digo que nosotros paseábamos por el campo, y entretanto el estudiante y yo tuvimos, en verdad, tal jugueteo, que le hablé de mis planes para lo porvenir, dicíéndole que cuando yo quedara viuda se casaría conmigo. Porque, ciertamente (no lo digo por jactancia), todavía no he estado nunca sin previsión de matrimonio, ni de otras cosas tampoco. Yo considero que el corazón de un ratón no vale un puerro, sí sólo tiene un agujero por donde escaparse, pues si ese le falta, todo ha concluido entonces. Le hice creer que me había hechizado; mi madre me enseñó esa estratagema. También le dije que soñé con él toda la noche: él quería matarme mientras yo me hallaba acostada, y toda mi cama estaba llena de abundante sangre; pero que, sin embargo, esperaba que él obraría bien conmigo, pues la sangre presagia oro, según me enseñaron. Y todo era mentira: yo no soñé absolutamente nada de eso; pero así seguía siempre los consejos de mi madre, tanto en aquello como en otras muchas cosas. Pero, señor, ¿qué iba yo a decir? Vamos a ver. ¡Ah, sí, pardiez! Ya tengo otra vez mi cuento. Cuando mi cuarto marido estuvo en el ataúd, lloré, no obstante, y puse la cara triste, cual deben hacerlo las mujeres casadas, porque esa es la costumbre, y me cubrí el rostro con mi pañuelo. Mas como yo estaba provista de un compañero, lloré muy poco, lo aseguro. Por la mañana fue llevado mi marido a la iglesia entre los vecinos, que por él hacían duelo, uno de los cuales era nuestro estudiante Juanito. Dios me valga; pero cuando yo le vi que iba detrás del féretro, me pareció que tenía un par de pantorrillas y unos píes tan blancos y hermosos, que le entregué todo mi corazón. Creo que contaba él veinte inviernos, y yo cuarenta, si he de decir la verdad; pero, con todo, me quedaba todavía un primer diente. Yo los tenía separados, y eso me convenía a maravilla: mostraba la marca del sello de la piadosa Venus. Así me ayude Dios tan de fijo como yo era apasionada, hermosa, rica, joven y muy alegre; y, en realidad, como mis maridos me decían, yo tenía el mejor quoniam que podía haber. Porque, a no mentir, me hallo del todo consagrada a Venus en sentimiento, y mi corazón está dedicado a Marte. Venus me dio mi pasión, mi lujuria, y Mane mi intrépido valor. Mi signo fue Taurus, donde está Marte. ¡Ay, ay, que siempre haya de ser pecado el amor! Yo he seguido mi inclinación constantemente por virtud de mi constelación, lo que hizo que yo no pudiera substraer mi cámara de Venus de un buen compañero. Además, tengo la señal de Marte en mi c ara y también en otro sitio privado. Porque (así Dios me salve), yo no he amado jamás según discernimiento alguno, sino que siempre he seguido mi apetito, fuese corto o largo, blanco o negro. Yo no me preocupaba de nada, con tal que él me agradase, aun cuando fuera pobre o de cualquier condición. ¿Qué diré yo sino que al final de aquel mes el alegre estudiante Juanito, que tan cortés era, se casó conmigo con gran solemnidad, y yo le cedí todas las tierras y posesiones que me fueron dadas hasta aquel entonces? Mas luego me arrepentí muy profundamente; él no satisfacía mi menor deseo. En cierta ocasión, ¡pardiez!, me pegó en una oreja porque yo rompí una hoja de su libro, y del golpe quedé completamente sorda de ese oído. Yo era indomable como una leona, y con mi lengua gran charlatana, y recorría, como antes había hecho, casa por casa, aunque él hubiese jurado lo contrario. Por esta razón me sermoneaba muy a menudo, y me instruía en las gestas de los antiguos romanos: cómo Simplicius



Gallus repudió a su mujer, abandonándola durante toda su vida, solamente porque la vio cierto día en la puerta con la cabeza descubierta mirando hacia fuera. Otro romano me nombraba, el cual, porque su mujer fue a cierto juego de estío sin su conocimiento, la abandonó también. Y luego me enseñaba en su Biblia aquella sentencia del Eclesiástico, donde manda y ordena terminantemente no permita el hombre que su mujer vaya a rodar por una y otra parte. Después me decía esto mismo, ni más ni menos: "Quien edifica toda su casa con mimbres, espolea a su caballo ciego por tierra de barbecho, y permite que su mujer vaya a visitar santuarios, ¡merece ser colgado en la horca!". Pero todo era en balde; yo no estimaba un escaramujo sus sentencias ni sus viejos dichos, ni quería ser corregida por él. Aborrezco al que me dice mis vicios, y lo mismo hacen otros que no son yo: ¡Dios lo sabe! Esto le ponía furioso conmigo por completo; yo en ningún caso le dejaba en paz. Ahora, por Santo Tomás, voy a deciros la verdad de por qué rompí yo una hoja de su libro, razón por la cual me golpeó de tal modo que quedé sorda. Tenía un libro, que leía siempre con delectación, noche y día, para entretenerse. Lo llamaba Valerio y Teofrasto, y con él se reía a todas horas estrepitosamente. Además, en otro tiempo hubo cierto clérigo en Roma, un cardenal, que se llamó San Jerónimo, el cual escribió un libro contra Joviniano; en ese libro estaban también Tertuliano, Crisipo, Trotula y Eloísa, que fue abadesa no lejos de París; y además los Proverbios de Salomón, el Arte de Ovidio, y otros muchos libros: todos encuadernados en un volumen. Y tenía por costumbre, durante el día y la noche, cuando encontraba oportunidad y se hallaba libre de toda otra ocupación mundana, leer en aquel libro acerca de las mujeres malas. Sabía de ellas más historias y vidas que de mujeres buenas hay en la Biblia. Porque habéis de estar seguros que es imposible que escritor alguno hable bien de las mujeres casadas (a no ser en las vidas de la benditas Santas) ni de ninguna otra mujer tampoco. Decidme: ¿quién pintó al león, quién? ¡Por Dios, que si las mujeres hubiesen escrito historias, como los clérigos componen sus sermones, habrían escrito tantas maldades de los hombres, que toda la casta de Adán no podría repararlas! Los hijos de Mercurio y los de Venus son muy opuestos en sus acciones: Mercurio ama la sabiduría y la ciencia, y Venus gusta de la orgía y el dispendio. Por su diversa posición, cada uno de ellos experimenta depresión en la exaltación del otro; y así (¡Dios lo sabe!), Mercurio se ve desolado en Piscis, donde Venus es sublimada, y Venus cae donde Mercurio se levanta. Por lo cual ninguna mujer es alabada por sabio alguno. El sabio, cuando es viejo y no puede acometer los trabajos de Venus más de lo que valen sus viejos zapatos, se sienta y, en su chochera, escribe que las mujeres no pueden ser fieles en el matrimonio. Pero ahora vamos al asunto: esto es, por qué he dicho que fui golpeada a causa de un libro, ¡pardiez! Cierta noche, nuestro Juanito leía en su libro, mientras estaba sentado junto al fuego, primero acerca de Eva, quien, por su maldad, trajo a todo el género humano a miserable condición, por lo cual fue muerto el mismo Jesucristo, que nos redimió con la sangre de su corazón. Ved: aquí expresamente hallaréis que la mujer fue la ruina de todo el linaje humano. Después me leyó cómo Sansón perdió sus cabellos: su amante los cortó con sus tijeras mientras dormía, por cuya traición perdió aquél ambos ojos. Luego me leyó, si no he de mentir, de Hércules y de su Deyaníra, la cual fue causa de que él mismo se arrojase al fuego.



No olvidó el tormento y el dolor que Sócrates padeció con sus dos mujeres, y cómo Xantipa le arrojó orines en su cabeza.' Este hombre bueno permaneció callado como un muerto, limpió su cabeza, y sólo hubo de decir: "Antes que el trueno se extinga, viene la lluvia". Cosa exquisita le parecía la historia de Pasifae, reina de Creta, a causa de su perversidad. ¡Ufí No habléis de su deseo y su placer horribles; eso es cosa espantosa. Con muy grande entusiasmo leía la historia de Clitemnestra, que, por su lascivia, mandó matar pérfidamente a su marido. Me dijo también por qué motivo perdió Anfiarao su vida en Tebas. Mi marido tenía la historia de su esposa Enfila, quien, por un collar de oro, reveló secretamente a los griegos en qué sitio se ocultaba su esposo, por lo cual halló él en Tebas su desgracia. Me hablaba de Livia y de Lucília, que hicieron morir a sus maridos: la una, por amor; la otra, por odio. Livia envenenó al suyo cierta tarde, porque ella era su enemiga. Lucilia, impúdica, amaba tanto a su marido, que, para que pensara continuamente en ella, le dio tal filtro amoroso, que murió antes que llegara la mañana. Así que los maridos siempre están en aflicción. Luego él me contaba cómo un tal Laturnio se lamentaba con su amigo Arrio de que en su jardín crecía un árbol, en el cual, según decía, se habían ahorcado por celos sus tres mujeres. "¡Ah, querido hermano -le contestó Arrio—, dame un vástago de ese bendito árbol, para que lo plante en mi jardín!" De fecha más reciente, me leía que algunas mujeres han matado a sus maridos en su lecho, permitiendo que sus amantes se acostaran con ellas toda la noche, mientras el cadáver yacía en el suelo. Y otras hincaban clavos en su cerebro al tiempo que ellos dormían, matándolos así. Algunas les daban veneno en su bebida. Él hablaba más males que imaginar puede el corazón. Y, además, sabía más proverbios que hierbas o césped brotan en este mundo. "Mejor es -añadía— vivir arriba en el desván, que abajo en la casa con mujer colérica: tan perversas y tan amigas de contradecir son ellas; aborrecen siempre lo que sus maridos aman." Y seguía diciendo: "La mujer echa a un lado la vergüenza cuando se quita su camisa". Y también: "La mujer hermosa, que no es casta al mismo tiempo, es como anillo de oro en hocico de cerda". ¿Quién podrá imaginar o suponer el dolor y el tormento que en mi corazón sentía? Y como vi que no llevaba trazas de terminar de leer en aquel maldito libro durante toda la noche, con movimiento rapidísimo arranqué tres hojas de él mientras leía, y al mismo tiempo le asesté en la cara tal puñetazo, que cayó de espaldas en la lumbre. Pero se levantó como león furioso, y me dio con el puño en la cabeza, de manera que en el suelo quedé como muerta. Mas cuando vio que yo permanecía inmóvil, se asustó, y hubiera huido, hasta que, por último, salí de mi desmayo. "¡Ah!, ¿me has matado, falso bandido –dije yo-, y me has asesinado de este modo por mis bienes? Sin embargo, antes de morir, quiero besarte." Y él se acercó, y se arrodilló cortésmente, diciendo: "Querida hermana Alison, así me valga Dios como jamás te he de pegar yo. Tú tienes la culpa de lo que te he hecho. Perdónamelo, te lo suplico". E inmediatamente le pegué en la cara, y le dije: "¡Ladrón, así quedo bien vengada! Ahora quiero morir: no puedo hablar más". Pero, al fin, con mucha aflicción y dolor, vinimos a un acuerdo por nosotros mismos. Él puso en mi mano las riendas del gobierno de la casa y de los bienes, así como también de su lengua y de sus manos; y entonces le hice quemar de seguida su libro. Y luego que hube adquirido, merced a mi habilidad, toda la soberanía, y diciendo él: "Mi fiel esposa, haz tu gusto durante toda tu vida; guarda tu honor y guarda también mi dignidad", desde aquel día jamás tuvimos nosotros disputa alguna. Así me ayude Dios como yo fue para él tan buena y fiel cual esposa ninguna lo ha sido desde Dinamarca hasta la India; y lo mismo fue él para conmigo. ¡Pido a Dios, que se sienta en majestad, bendiga su alma, en su amorosa misericordia! Ahora voy a decir mi cuento, si queréis escuchar.



Cuando al fraile hubo oído todo esto, echóse a reír, y dijo: -¡Vaya, señora, así tenga yo la felicidad o la gloria tan cierto como éste es largo preámbulo para un cuento! Mas apenas oyó gritar al fraile el alguacil: -¡Mira! —dijo-, ¡por lo dos brazos de Dios! Siempre han de entremeterse los frailes. Aquí tenéis, buenas gentes, cómo las moscas y los frailes se meten en todos los platos y en todos los asuntos, ¡Cómo! ¿Qué hablas tú de preámbulos? Sigue andando, al trote o al paso, o baja y siéntate; porque estás estorbando así nuestra diversión. -Está bien -dijo el fraile-. ¿Lo quieres tú así, señor alguacil? Perfectamente. Antes de irme he de contar, a fe mía, tal cuento (si no son dos), de un alguacil, que se ha de reír toda la gente que aquí va. -Pues yo también, fraile -repuso el alguacil-, maldigo tu facha, y me maldigo a mí mismo, si no refiero dos o tres cuentos de frailes antes de llegar a Sidingborne, de tal modo, que lleven pesar a tu corazón; pues bien sé que tu paciencia se ha agotado. Nuestro hostelero gritó: -¡Silencio ahora mismo! —Y añadió-: Dejad que esta mujer diga su cuento. Os estáis portando como gente borracha de cerveza. Ea, señora, cuente su cuento, y eso será lo mejor. -Enseguida, señor -dijo ella-; como gustéis, y con licencia de este digno fraile. -Sí, señora -respondió éste-; cuente, que estoy atento. Aquí termina su prólogo la mujer de Bath Cuento de la mujer de Bath Aquí da comienzo el cuento de la mujer de Bath En los antiguos tiempos del rey Arturo, de quien, los bretones hablan con gran reverencia, toda esta tierra estaba llena de ejércitos de hadas. La reina de ellas, con su alegre acompañamiento danzaba muy a menudo en las verdes praderas: tal fue la creencia antigua, según he leído. Hablo de muchos cientos de años ha; mas ahora ya no puede ver nadie ningún hada, pues en estos tiempos la gran caridad y las oraciones de los limosneros y otros santos frailes que recorren todas las tierras y todos los ríos con tanta frecuencia como motas de polvo en el rayo de sol, bendiciendo salones, cámaras, cocinas, alcobas, ciudades, pueblos, castillos, altas torres, aldeas, granjas, establos y lecherías, son causa de que no haya hadas. Porque por allí por donde acostumbraba a pasear algún hada, va ahora el propio limosnero, mañana y tarde, rezando sus maitines y sus santas preces mientras visita su demarcación. Pueden las mujeres caminar con seguridad en todas direcciones, por todos los matorrales o bajo cualquier arboleda; allí no hay otro ser sino aquél, que no les hará deshonra ninguna. Sucedió, pues, que este rey Arturo alojaba en su mansión a un alegre caballero, quien cierto día, volviendo a caballo desde el río, vio a una muchacha que caminaba delante de él tan sola como había nacido, a la cual doncella, inmediatamente, a pesar de todo cuanto hizo, la despojó de su virginidad a viva fuerza, por cuya violación levantóse tal clamor y tales instancias cerca del rey Arturo, que el caballero fue condenado a muerte, según las leyes. Y, en virtud de los estatutos de entonces, hubiera quizá perdido su cabeza; pero la reina y otras damas de tal modo pidieron gracia al rey, que en aquel punto le perdonó



la vida, sometiéndole por completo a la voluntad de la reina, para que ella eligiera si quería salvarle o hacerle perecer. La reina dio las gracias al rey con todo su corazón, y luego de esto, cuando consideró que era tiempo oportuno, habló así al caballero cierto día: "Te encuentras aún de tal manera -le dijo-, que no tienes seguridad alguna de tu vida. Yo te la concedo si sabes decirme qué es lo que las mujeres más desean. Sé prudente, y libra tu cuello del hierro. Si no puedes contestarme de seguida, te daré licencia para que vayas, durante un año y un día, a inquirir y hallar respuesta conveniente en esta cuestión. Y antes que partas, yo quiero tener alguna garantía de que volverás a este lugar". Afligido quedó el caballero, y suspiró tristemente; pero, ¡qué remedio!, él no podía hacer su voluntad. Al fin optó por marcharse y tornar de nuevo, al cumplirse exactamente el año, con la respuesta que Dios le procurara. Y tomando su permiso, emprendió el camino. Practicó indagaciones por todas las casas y por todos los sitios en que esperaba hallar la gracia de aprender qué cosa desean más las mujeres; pero saber no pudo, a ninguna costa, dónde encontraría dos personas que estuviesen de acuerdo en esta materia. Unos decían que las mujeres apreciaban más las riquezas; otros, que la honra; éstos, que las diversiones; aquéllos, l s ricos vestidos; algunos decían que los placeres del lecho, y enviudar una y otra vez para o volver a casarse. Decían otros que nuestros corazones se deleitan más cuando nos adulan y contentan. Si no he de mentir, andaba muy cerca de la verdad: se nos gana mejor con la lisonja, y con obsequios y atenciones somos cogidas en la liga grandes y pequeñas. Algunos dicen que a nosotras lo que más nos gusta es ser libres y obrar enteramente como nos plazca, y que ningún hombre nos censure por nuestros vicios, sino que digan que somos discretas y no necias. Porque, a buen seguro, no hay ninguna entre todas nosotras que no desee dar de puntapiés a cualquiera que nos ponga el dedo en la llaga, por decirnos la verdad. Haga la prueba, y verá que así es; por viciosas que seamos interiormente, queremos ser tenidas por juiciosas y limpias de pecado. Otros afirman que recibimos gran placer en ser consideradas como constantes, y asimismo como capaces de guardar secretos y permanecer firmemente en un propósito, y no manifestar cosa alguna que se nos revele. Pero este dicho no tiene el valor del mango de un rastrillo; nosotras las mujeres no podemos ocultar nada, ¡pardíez! Testigo, Midas. ¿Queréis oír la historia? Ovidio, entre otras anécdotas, cuenta que Midas tenía, bajo sus largos cabellos, dos orejas de asno, que le crecían en la cabeza: defecto que ocultaba muy cuidadosamente, lo mejor que podía, a las miradas de todos, de suerte que, salvo su esposa, nadie más lo sabía. Él la amaba mucho y confiaba en ella, y le rogó que a ninguna persona hablara de su deformidad. Ella le juró que aunque le diesen el mundo entero, no cometería semejante villanía o pecado, para hacer que su marido cayera en tan mala reputación; ella no lo diría por su propia dignidad. Pero, sin embargo, creyó morir por tener que ocultar tanto tiempo un secreto; parecióle que oprimía tan angustiosamente su corazón, que por necesidad habrá de escapársele alguna palabra. Y como no se atrevía a decírselo a nadie, fuese corriendo a un pantano de allí cerca. Hasta tanto que llegó a él, su corazón estuvo en ascuas; y de igual modo que el alcaraván chilla en el fango, puso ella su boca junto al agua: "No me hagas traición, agua, con tu murmullo -dijo—. A ti lo digo, y a



nadie más: ¡mi marido tiene dos largas orejas de burro! Ya está mi corazón completamente satisfecho ahora que ello ha salido fuera; yo no podía guardarlo más tiempo". Por esto veréis que, aunque nosotras lo dilatemos cierto término, no obstante debe salir; no sabemos ocultar ningún secreto. Si queréis oír lo restante de la historieta, leed a Ovidio, y allí lo podréis ver. El caballero, a quien mi cuento se refiere especialmente cuando se convenció de que no le era posible conseguirlo, es decir, indagar lo que más quieren las mujeres, quedó su espíritu en su pecho muy afligido, y dirigióse a su alojamiento, pues no podía permanecer allí. Llegó el día en que debía regresar a su país, y acontecióle en el camino, en medio de toda su ansiedad, que, mientras cabalgaba por la linde de un bosque, vio que se movían en danza veinticuatro mujeres, y aun más, hacia la cual danza se acercó con gran curiosidad, esperando aprender algún consejo. Mas, en verdad, antes que acabase de llegar allí, desapareció aquélla, no supo dónde. No vio ser alguno viviente, a excepción de una mujer sentada en el césped: criatura más fea no se puede imaginar. La vieja se levantó a la presencia del caballero, y dijo: -Señor caballero, por aquí no hay camino alguno. Dígame, por su fe: ¿qué busca? Esto sería quizá lo mejor; los viejos sabemos muchas cosas. -Mi querida madre —contestó el caballero—, yo seré muerto seguramente si no puedo decir qué cosa es la que las mujeres desean más; si sabéis instruirme acerca de ello, yo os lo pagaré bien. -Prométeme por tu fe, aquí en mi mano –repuso ella-, que harás lo primero que te pida, si está en tu poder, y yo te lo diré antes que sea de noche. -Te doy mi palabra -dijo el caballero-; estoy conforme. -Entonces -añadió ella-, bien me atrevo a vanagloriarme de que tu vida está en salvo; pues pongo la mía a que la reina opinará como yo. Veremos quién es la más orgullosa de todas cuantas lleven cofia o toca en la cabeza, que se atreva a decir que no en lo que te voy a enseñar. Sigamos adelante sin hablar más. Susurró entonces una frase en su oído, y mandóle que estuviese alegre y no tuviera miedo. Cuando hubieron llegado a la corte, el caballero dijo que había vuelto en su día, según prometió, y que aparejada tenía su respuesta. Muchas nobles damas, muchas doncellas y muchas viudas (pues éstas son discretas), reunidas se hallaban con la misma reina, sentada como juez para oír su respuesta. Ordenóse luego que compareciera el caballero. Se impuso a todos silencio, y mandóse al caballero que dijera en pública asamblea de qué cosa gustan más las mujeres en el mundo. El caballero no permaneció en silencio, como una bestia sino que respondió al punto a la pregunta con voz varonil, que toda la corte oyó: -Mi soberana señora, las mujeres desean en todas partes tener autoridad, tanto sobre su marido como sobre su amante, y estar por encima de él en poder. Este es vuestro mayor deseo, aunque me matéis; obrad como queráis: aquí estoy a vuestra disposición. En toda la corte no hubo mujer casada ni doncella ni viuda que le contradijese, sino que aseguraron que era digno de conservar su vida. Y a estas palabras levantóse la vieja que el caballero vio sentada en el césped: -¡Una gracia- dijo-, mi reina y soberana señora! Hazme justicia antes que tu corte se retire. Yo enseñé esta respuesta al caballero, por lo cual me empeñó allí su palabra de que la primera cosa que yo le pidiera



la haría, si estaba en su poder. -Ruégete, pues, señor caballero, delante de la corte -agregó—, que me recibas como esposa tuya; pues bien sabes que he salvado tu vida. ¡Si yo he dicho mentira, di que no, por tu fe! El caballero exclamó: -¡Ay, ay de mí! Yo sé muy bien que tal fue mi promesa. Por amor de Dios, elige otra petición, Toma todos mis bienes, y deja mí cuerpo en libertad. -¡No! -replicó ella— ¡En ese caso maldigo a los dos! Pues aunque yo sea fea, vieja y pobre, no quiero, por todo el dinero ni por todos los metales que se hallan soterrados o a flor de tierra dejar de ser yo tu esposa y tu amor. -¿Mi amor? -repuso él-. ¡No, mi maldición! ¡Ay, que tenga que unirse tan vilmente uno de mi linaje! Pero todo fue inútil. Al cabo se le obligó, y hubo de casarse necesariamente con ella. Y recibiendo a su vieja esposa, fuese a la cama. Ahora quizá dirán algunos que, en mi negligencia, no me cuido de referiros el regocijo y la pompa que en la fiesta hubo aquel mismo día. A lo cual responderé brevemente diciendo que allí no hubo alegría ni fiesta completas, sino sólo pesadumbre y mucha tristeza; pues él se casó en sigilo con ella cierta mañana, y luego ocultóse todo el día como un buho: tan afligido estaba, y tan fea era su mujer. Grande era el dolor que embargaba el alma del caballero cuando fue conducido con su esposa al lecho; se volvía y revolvía de un lado para otro. Su vieja esposa permanecía echada, sonriendo siempre, y decía: -Oh querido esposo, benedicite! ¿Se conducen así como tú, todos los caballeros con sus esposas? ¿Es esta la ley en la casa del rey Arturo? ¿son todos sus caballeros tan despegados? Yo soy tu legítima amante y tu esposa; yo soy quien ha salvado tu vida, y, por otra parte, jamás te hice agravio ninguno, en verdad. ¿Por qué te portas así conmigo esta primera noche? Procedes como hombre que ha perdido su razón. ¿Cuál es mi delito? Dímelo, por amor de Dios, y será remediado, como yo pueda. -¿Remediado? -dijo el caballero-. ¡Ay de mí! ¡No, no; eso no puede remediarse jamás! Tú eres tan horrible, y además tan vieja, y, por otro lado, procedes de tan baja clase, que no es gran maravilla que yo me revuelva y me desvíe. ¡Así permita Dios que mi corazón estalle! -¿Es esa -repuso ella- la causa de tu inquietud? -Claro que sí —dijo él-; nada tiene de extraño. -Pues bien, señor -añadió ella-, yo puedo remediar todo esto, si quiero, antes que pasen tres días, con tal que tú te conduzcas bien conmigo. Mas a pesar de que tú hablas de la nobleza que procede de riqueza antigua, por razón de lo cual hayáis de ser hidalgos, tal orgullo no tiene el valor de una gallina. Mira quién es el más virtuoso en todo caso, lo mismo en privado que en público, y el más inclinado siempre a practicar las acciones nobles que pueda, y considérale como el hombre más noble. Cristo quiere que reclamemos de Él nuestra nobleza, no de nuestros antepasados, por su riqueza antigua; pues aun cuando ellos nos transmitan toda su herencia, por lo cual pretendemos ser de alto linaje, no pueden, sin embargo, legar para nada a ninguno de nosotros su vida virtuosa, que hace que ellos sean llamados nobles, exigiéndosenos les sigamos en tal cualidad. "Bien habla acerca de este particular el sabio poeta de Florencia que se llama Dante. Ved, en estos versos se hallan sus palabras: 'Muy rara vez se eleva la excelencia del hombre por sus pequeñas ramas; pues



Dios, en su bondad, quiere que reclamemos de Él nuestra nobleza'. Porque de nuestros mayores no podemos reclamar sino cosas temporales, susceptibles de cercenarse y mutilarse. "Además, todos saben tan bien como yo que si la nobleza se vinculase naturalmente en determinada familia, siguiendo la línea de sucesión, no dejarían jamás de practicar, ni privada ni públicamente, el hermoso oficio de la nobleza, y no podrían cometer ningún vicio o villanía. "Toma fuego y llévalo a la casa más oscura que haya entre este lugar y el monte del Cáucaso; deja que se cierren las puertas, y márchate de allí. El fuego, sin embargo, arderá con tanto resplandor y abrasará como si veinte mil hombres lo contemplasen; conservará siempre, por mi vida, su virtud natural, hasta que se apague. "Por esto puedes ver perfectamente que la nobleza no va unida a la propiedad, puesto que los hombres no cumplen siempre su misión, como ves que hace el fuego por su naturaleza. Porque Dios sabe que se puede hallar muy a menudo al hijo de un señor cometiendo villanías y acciones deshonrosas. Y el que desea tener reputación de nobleza, por haber nacido de casa noble y haber sido sus antepasados nobles y virtuosos, sin querer él mismo realizar acciones dignas, ni imitar a sus ilustres abuelos que ya murieron, no es noble, sea duque o conde; porque las acciones villanas y perversas hacen al villano. La nobleza no es sino la fama de tus antepasados, por su gran bondad, lo cual es cosa extraña a tu persona. Tu nobleza procede solamente de Dios, pues nuestra verdadera hidalguía se nos concede por gracia, y en modo alguno nos fue legada con nuestra posición. "Piensa cuan noble, según dice Valerio, fue aquel Tulio Hostilio, que de la indigencia se elevó a la alta nobleza. Lee a Séneca, y lee también a Boecio: allí verás claramente, sin duda alguna, que es noble el que ejecuta acciones nobles. Por tanto, querido esposo, yo saco la conclusión de que, aunque mis antepasados fuesen de humilde cuna, puede, sin embargo, el Altísimo (y así lo espero) concederme la gracia de vivir virtuosamente. Cuando yo comience a vivir en la virtud y abandone el pecado, entonces seré noble. "Y pues me reprochas mi pobreza, el Altísimo, en quien creemos, eligió pasar su vida en pobreza voluntaria. Y seguramente todos los hombres, doncellas o mujeres casadas comprenderán que Jesús, rey de los cielos, no había de escoger vida viciosa. La pobreza alegre es cosa honrada, en verdad: así lo afirman Séneca y otros sabios. Yo estimo por rico a cualquiera que se considere satisfecho con su pobreza, aunque no tenga camisa. El que ambiciona es un ser pobre, porque desea tener lo que en su poder no se halla; pero el que nada tiene, no codicia tener, es rico, aunque tú le consideres no más que como un rústico. "La verdadera pobreza por naturaleza canta. Juvenal dice alegremente de la pobreza: 'El hombre pobre, cuando va por su camino delante de los ladrones, puede cantar y divertirse'. La pobreza es un bien aborrecible, y, a lo que yo creo, desocupador muy grande de preocupaciones, y asimismo dispensador de sabiduría para el que la lleva con paciencia. La pobreza, aunque nos parezca desgraciada, es esto: posesión que nadie nos disputará. Muchas veces, cuando el hombre está abatido, la pobreza hace que conozca a su Dios, y aun a sí propio.. La pobreza es un antojo, según yo pienso, a través del cual puede ver aquél a sus verdaderos amigos. En consecuencia, señor, toda vez que yo no te he agraviado, no me censures más a causa de mi pobreza. "También, señor, me echas en cara la vejez. Mas, verdaderamente, señor, aun cuando ninguna autoridad hubiera en libro alguno, vosotros, los bien nacidos y honrados, decís, merced a vuestra cortesía, que se debe favorecer al anciano y llamarle padre. Y autores he de encontrar, me parece.



"Ahora bien; dices que soy fea y vieja. En ese caso no temas ser cornudo, pues (¡así medre yo!) la fealdad y la vejez son grandes guardianes de la castidad. Pero, sin embargo, como sé lo que constituye tu deleite, yo satisfaré tu humano apetito. "Elige ahora -continuó ella— una de estas dos cosas: o tenerme fea y vieja hasta que yo muera, siendo para ti humilde y fiel esposa, y no desagradando te jamás en toda mi vida, o, por lo contrario, tenerme joven y hermosa, y correr la aventura de la concurrencia que acudiría a tu casa, o tal vez a algún otro lugar. Escoge, pues, tú mismo lo que te plazca. El caballero meditó, y suspiró dolorosamente; mas al cabo dijo de esta manera: -Señora mía y amor mío y esposa queridísima: yo me pongo bajo tu discreta autoridad; elige tú misma lo que haya de ser más agradable y más honroso para ti y para mí. Yo no me preocupo de cuál de las cosas, pues la que tú quieras me satisfará. -¿Entonces he conseguido yo el dominio sobre ti –dijo ella-, toda vez que puedo elegir y mandar como me plazca? -De verdad que sí, esposa -dijo él—; yo lo considero como lo mejor. -Bésame -insistió ella—; no estemos más tiempo enojados, pues, a fe mía, yo seré para tí las dos cosas, es decir, hermosa y buena a la par, sin duda alguna. Pido a Dios que yo muera loca si no soy para tí tan buena y fiel como jamás fue ninguna mujer desde el principio del mundo. Y si yo no soy mañana tan hermosa de ver como dama alguna, emperatriz o reina, que exista desde el oriente al ocaso, dispón de mí vida y muerte enteramente a tu arbitrio. Levanta la cortina y mira. Y cuando el caballero vio que era, en realidad, tan bella y tan joven, en su alegría la tomó en sus brazos, sumergido su corazón en un baño de felicidad, y la besó mil veces seguidas. Y ella le obedeció en todo lo que podía proporcionarle placer o deleite. Así vivieron ambos en perfecto gozo hasta el fin de sus días. Y Jesucristo nos envíe maridos sumisos, jóvenes y vigorosos en el lecho, así como la gracia de sobrevivir a aquellos con quienes nos casamos. También ruego a Jesús abrevie la vida de los que no quieren ser gobernados por sus mujeres; y a los viejos regañones, y tacaños en sus gastos. Dios les mande pronto una buena maldición. Aquí termina el cuento de la mujer de Bath





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