Homero
(s.VIII a.C.) Poeta griego. En palabras de Hegel,
Homero es «el elemento en el que el mundo griego vive como el hombre vive en el
aire». Admirado, imitado y citado por todos los poetas, filósofos y artistas
griegos que le siguieron, es el poeta por antonomasia de la literatura clásica,
a pesar de lo cual la biografía de Homero aparece rodeada del más profundo
misterio, hasta el punto de que su propia existencia histórica ha sido puesta
en tela de juicio.
La Obra:
La Odisea
Hace muchos años leí la Odisea.
Estudiaba Filosofía y Letras y le di la importancia que un adolescente le
da al diario transcurrir. Estudiábamos
los Clásicos griegos, si aquello era
estudiar, como parte integral de las asignaturas propias de la carrera. El
profesor XX, no doy su nombre porque ya no puede defenderse, hizo una pequeña introducción a los temas que
íbamos a tratar y nos entrego una serie
de citas, FRASES, extraídas de las obras de los clásicos, especialmente de la
Ilíada y de la Odisea y nos conmino a analizarlas sin darnos mayor explicación
y afirmando: ¡Todos vosotros os parecéis al hijo de Ulises! (….)
Aun hoy resuenan en mis oídos sus
palabras. Entonces no entendí nada. Hoy creo, tras su relectura, para escribir
esta reseña, que se refería a las inseguridades y los miedos de Telemaco ante
su futuro, ante el desconocimiento de su padre, ante los agresivos
pretendientes de su madre. Pero también a Penelope tejiendo y destejiendo
durante años una colcha para evitar un matrimonio no deseado con uno de aquellos jóvenes
pretendientes que deseaban más que su amor dirigir el reino y poseer la fortuna
de Ulises. O a Ulises de Isla en Isla fornicando, engañando, preparando
argucias y aguzando el ingenio con
astucia e inteligencia para salirle
al paso a las trampas que los
hados le ponían como señuelos mientras que
fingía que regresaba a casa. La historia de Ulises es una historia
increíble. Es la historia de la argucia y el fingimiento:
Encontramos miles de razones para
justificar una mentira y ni una sola
para justificar la verdad. Hay que decir la verdad pero hay que decirla sesgada para que sea
creíble, para evitar herir a quien la escucha o para que sea socialmente
aceptada. No es un naufragio sino el reconocimiento de la perdida de la
inocencia, el hacernos consientes de nuestra propia existencia y de las
adversidades que nos esperan por el camino. Al fin y a la postre la palabra
Odiseo, en la Grecia Clásica, también
significaba “Problemas” y a ellos
tenemos que enfrentarnos todos los días. Ulises suele mentir, Ulises naufraga
en la isla de los Feacios, y tras algunas vacilaciones y pretextos, cuenta su
historia y la cuenta francamente. Pero cuando regresa a Itaca le miente
astutamente a todo el mundo, incluso a su mujer y a su hijo. Como todo buen
simulador Ulises cuenta la verdad a medias. No se puede contar la verdad
directamente, no hay forma de contarla.
La Odisea es a
la vez, no solamente un poema épico sino, guardadas las distancias, una comedia
negra: Cuando los héroes necesitan descanso, sosiego y placer es cuando más
encuentran terror y engaño. El regreso
de los héroes a casa es desastroso, los dioses insatisfechos por algún
comportamiento que han considerado indecoroso los someten a todo tipo de
pruebas, sufren desastres meteorológicos, naufragios, traiciones, raptos,
secuestros o asesinatos. En la odisea nos encontramos con criaturas extrañas,
peligros inesperados, sirenas, gigantes
y desastres insospechados la ficción desplegada por homero supera
nuestra ciencia ficción. Homero se regocija haciendo que sus criaturas se
fagociten: Los hombres son devorados por
sus propias necesidades o por las
necesidades de los demás o por los monstruos como Polifemo, el jefe de los ciclopes, que devora a los compañeros de
Ulises como “leon criado en las montañas, sin dejar nada, entrañas, carne y tuétano de los huesos” Y hubiera acabado con toda
la tripulación de Ulises si este no
le hubiere clavado una estaca en
su único ojo mientras dormía. Al final de la lectura comprendes, exceptuando la
muerte y el olvido, que no hay descanso, que es el estado vital que nos
consume. Homero y sus criaturas no logran alcanzar la paz… ¡Nosotros tampoco!
LA ODISEA/ LA VENGANZA
Entonces el muy astuto Odiseo se despojó de sus andrajos, saltó al
gran umbral con el arco y el carcaj lleno de flechas y las derramó ante sus
pies diciendo a los pretendientes:
«Ya terminó este inofensivo certamen; ahora veré si acierto a otro
blanco que no ha alcanzado ningún hombre y Apolo me concede gloria.»
Así dijo, y apuntó la amarga saeta contra Antínoo. Levantaba éste una
hermosa copa de oro de doble asa y la tenía en sus manos para beber el vino. La
muerte no se le había venido a las mientes, pues ¿quién creería que, entre
tantos convidados, uno, por valiente que fuera, iba a causarle funesta muerte y
negro destino? Pero Odiseo le acertó en la garganta y le clavó una flecha; la
punta le atravesó en línea recta el delicado cuello, se desplomó hacia atrás,
la copa se le cayó de la mano al ser alcanzado y al punto un grueso chorro de
humana sangre brotó de su nariz. Rápidamente golpeó con el pie y apartó de sí
la mesa, la comida cayó al suelo y se mancharon el pan y la carne asada.
Los pretendientes levantaron gran tumulto en el palacio al verlo caer,
se levantaron de sus asientos lanzándose por la sala y miraban por todas las
bien construidas paredes, pero no había en ellas escudo ni poderosa lanza que
poder coger. E increparon a Odiseo con coléricas palabras:
«Forastero, haces mal en disparar el arco contra los hombres; ya no
tendrás que afrontar más certámenes, pues te espera terrible muerte. Has matado
a uno que era el más excelente de. los jóvenes de Itaca; te van a comer los
buitres aquí mismo.»
Así lo imaginaban todos, porque en verdad creían que lo había matado
involuntariamente; los necios no se daban cuenta de que también sobre ellos
pendía el extremo de la muerte. Y mirándolos torvamente les dijo el muy astuto
Odiseo:
«Perros, no esperabais que volviera del pueblo troyano cuando
devastabais mi casa, forzabais a las esclavas y, estando yo vivo tratabais de
seducir a mi esposa sin temer a los dioses que habitan el ancho cielo ni
venganza alguna de los hombres. Ahora pende sobre vosotros todos el extremo de
la muerte.»
Así habló y se apoderó de todos el pálido terror y buscaba cada uno
por dónde escapar a la escabrosa muerte. Eurímaco fue el único que le contestó
diciendo:
«Si de verdad eres Odiseo de Itaca que ha llegado, tienes razón en
hablar así de las atrocidades que han cometido los aqueos en el palacio y en el
campo. Pero ya ha caído el causante de todo, Antínoo; fue él quien tomó la
iniciativa, no tanto por intentar el matrimonio como por concebir otros
proyectos que el Cronida no llevó a cabo: reinar sobre el pueblo de la bien
construida Itaca tratando de matar a tu hijo con asechanzas. Ya ha muerto éste
por su destino, perdona tú a tus conciudadanos, que nosotros, para aplacarte
públicamente, te compensaremos de lo que se ha comido y bebido en el palacio
estimándolo en veinte bueyes cada uno por separado, y te devolveremos bronce y
oro hasta que tu corazón se satisfaga; antes de ello no se te puede reprochar
que estés irritado.»
Y mirándole torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:
«Eurímaco, aunque me dierais todos los bienes familiares y añadierais
otros, ni aun así contendría mis manos de matar hasta que los pretendientes
paguéis toda vuestra insolencia. Ahora sólo os queda luchar conmigo o huir, si
es que alguno puede evitar la muerte y las Keres, pero creo que nadie escapará
a la escabrosa muerte.
Así habló y las rodillas y el corazón de todos desfallecieron allí
mismo. Eurímaco habló otra vez entre ellos y dijo:
«Amigos, no contendrá este hombre sus irresistibles manos, sino que
una vez que ha cogido el pulido arco y el carcaj lo disparará desde el pulido
umbral hasta matarnos a todos. Pensemos en luchar; sacad las espadas, defendeos
con las mesas de los dardos que causan rápida muerte. Unámonos todos contra él
por si logramos arrojarlo del umbral y las puertas, vayamos por la ciudad y que
se promueva gran alboroto: sería la última vez que manejara el arco.»
Así habló, y sacando la aguda espada de bronce, de doble filo, se
lanzó contra él con horribles gritos. Al mismo tiempo le disparó una saeta el
divino Odiseo, y acertándole en el pecho, junto a la tetilla, le clavó la veloz
flecha en el hígado. Se le cayó de la mano al suelo la espada y doblándose se
desplomó sobre la mesa y derribó por tierra los manjares y la copa de doble
asa. Golpeó el suelo con su frente, con espíritu conturbado, y sacudió la silla
con ambos pies, y una niebla se esparció por sus ojos.
Anfínomo se fue derecho contra el ilustre Odiseo y sacó la aguda
espada por si podía arrojarlo de la puerta, pero se le adelantó Telémaco y le
clavó por detrás la lanza de bronce entre los hombros y le atravesó el pecho.
Cayó con estrépito y dio de bruces en el suelo. Telémaco se retiró dejando su
lanza de larga sombra allí, en Anfínomo, por temor a que alguno de los aqueos
le clavara la espada mientras él arrancaba la lanza de larga sombra o le
hiriera al estar agachado. Echó a correr y llegó enseguida adonde estaba su
padre y, poniéndose a su lado, le dirigió aladas palabras: «Padre, voy a
traerte un escudo y dos lanzas y un casco todo de bronce que se ajuste a tu
cabeza. De paso me pondré yo las armas y daré otras al porquero y al boyero,
que es mejor estar armados.»
Y le respondió el muy astuto Odiseo:
«Tráelas corriendo mientras tengo flechas para defenderme, no sea que
me arrojen de la puerta al estar solo.»
Así habló, y Telémaco obedeció a su padre. Fue a la estancia donde
estaban sus famosas armas y tomó cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro cascos de
bronce con crines de caballo, los llevó y se puso enseguida al lado de su padre.
Primero protegió él su cuerpo con el bronce y, cuando los dos siervos se habían
puesto hermosas armaduras, se colocaron todos junto al prudente y astuto
Odiseo.
Mientras tuvo flechas para defenderse, fue hiriendo sin interrupción a
los pretendientes en su propia casa apuntando bien. Y caían uno tras otro. Pero
cuando se le acabaron las flechas al soberano, una vez que las hubo disparado,
apoyó el arco contra una columna del bien construido aposento, junto al muro
reluciente, y se cubrió los hombros con un escudo de cuatro pieles; en la
robusta cabeza se colocó un labrado casco el penacho de crines de caballo
ondeaba terrible en lo alto , y tomó dos poderosas lanzas guarnecidas con
bronce.
Había en la bien construida pared un postigo y en el umbral extremo de
la sólida estancia había una salida hacia un corredor y estaba cerrado por
batientes bien ajustados. Mandó Odiseo que lo custodiara el divino porquero
manteniéndose firme en él, pues era la única. salida. Entonces Agelao les habló
a todos con estas palabras:
«Amigos, ¿no habrá nadie que ascienda por el postigo, se lo diga a la
gente y se produzca al punto un tumulto? Sería la última vez que éste manejara
el arco.»
Y le respondió el cabrero Melantio:
«No es posible, Agelao de linaje divino; está muy cerca la hermosa
puerta del patio y es difícil la salida al corredor; un solo hombre, que sea
valiente, nos contendría a todos. Pero, vamos, os traeré armas de la despensa,
pues creo que allí, y no en otro sitio, las colocaron Odiseo y su ilustre
Hijo.»
Así diciendo, subió el cabrero Melantio por una tronera del mégaron a
la estancia de Odiseo, de donde tomó doce escudos, otras tantas lanzas e igual
número de cascos de bronce con crines de caballo. Fue y se lo entregó
rápidamente a los pretendientes. Entonces sí que desfallecieron las rodillas y
el corazón de Odiseo cuando vio que se ponían las arenas y blandían en sus
manos las largas lanzas, pues ahora la empresa le parecía arriesgada. Y al
punto dirigió a Telémaco aladas palabras:
«Telémaco, alguna de las mujeres del palacio, o Melantio, encienden
contra nosotros combate funesto.»
Y le respondió Telémaco discretamente:
«Padre, yo tuve la culpa de ello, no hay otro culpable, que dejé
abierta la bien ajustada puerta de la habitación, y su espía ha sido más hábil.
Pero vete, divino Eumeo, y cierra la puerta de la despensa; y entérate de si
quien hace esto es una mujer o Melantio, el hijo de Dolio, como yo creo.»
Mientras así hablaban entre sí, el cabrero Melantio volvió a la
estancia para traer hermosas armas, pero se dio cuenta el divino porquero y al
punto dijo a Odiseo, que estaba cerca:
«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, aquel
hombre desconocido del que sospechábamos ha vuelto al aposento. Dime claramente
si lo debo matar, en caso de vencerlo, o he de traértelo para que pague las
muchas insolencias que ha cometido en tu casa.»
Y le respondió el muy astuto Odiseo:
«Yo y Telémaco contendremos en esta sala a los nobles pretendientes, a
pesar de su mucho ardor. Vosotros ponedle atrás pies y manos y metedlo en la
habitación, cerrad la puerta y echándole una soga trenzada colgadlo de las
vigas en lo alto de una columna, para que viva largo tiempo sufriendo fuertes
dolores.»
Así habló, y ellos dos le escucharon y obedecieron, y, dirigiéndose a
la estancia, le pasaron inadvertidos a Melantio, que estaba dentro. Éste
buscaba armas en lo más recóndito de la habitación y ellos montaron guardia a
uno y otro lado de las jambas. Cuando atravesaba el umbral el cabrero Melantio,
llevando en una mano un hermoso casco y en la otra un ancho escudo viejo,
cubierto de moho, que el héroe Laertes solía llevar en su juventud y ahora se
hallaba en el suelo con las correas rotas, se le echaron encima y lo
arrastraron adentro por los pelos; lo echaron al suelo angustiado en su corazón
y, poniéndole atrás pies y manos, se las ataron con doloroso nudo, como había
mandado el hijo de Laertes, el divino y sufridor Odiseo; echaron a las vigas,
en lo alto de una columna, la soga trenzada y burlándote le dijiste, porquero
Eumeo:
«Ahora velarás toda la noche acostado en esta blanda cama que te
mereces, y no te pasará inadvertida la llegada de la que nace de la mañana, de
trono de oro, desde las corrientes de Océano, a la hora en que sueles traer las
cabras a los pretendientes para preparar el almuerzo.»
Así quedó, suspendido de funesto nudo, y ellos dos se pusieron las
arenas, cerraron la brillante puerta y se dirigieron hacia el prudence y astuto
Odiseo. Se detuvieron allí respirando ardor y eran cuatro los del umbral y
muchos y valientes los de dentro. Y se les unió Atenea, la hija de Zeus, que
tomó el aspecto y la voz de Méntor. Odiseo se alegró al verla y le dijo:
«Méntor, aparta de nosotros el infortunio, acuérdate del compañero
amado que solía hacerte bien, pues eres de mi edad.»
Así habló, aunque sospechaba que era Atenea, la que empuja al combate.
Y los pretendientes le hacían reproches en la sala, siendo Agelao Damastórida
el primero en hablar:
«Méntor, que no te convenza Odiseo con sus palabras de luchar contra
los pretendientes y ayudarle a él, pues que se cumplirá nuestro intento de esta
manera: una vez que hayamos matado a éstos, al padre y al hijo, perecerás tú
también por lo que tramas en el palacio y pagarás con tu cabeza. Y cuando
seguemos vuestra violencia con el hierro, mezclaremos a los de Odiseo cuantos
bienes posees dentro y fuera de tu palacio y no permitiremos que tus hijos ni
hijas vivan en el palacio, ni que tu fiel esposa ande por la ciudad de Itaca. .
Así hablo, Atenea se encolerizó más en su corazón y le hizo reproches
a Odiseo con airadas palabras:
«Ya no hay en ti, Odiseo, aquel vigor y fuerza de cuando luchabas con
los troyanos por Helena de blancos brazos, hija de ilustre padre, durante nueve
años seguidos; diste muerte a muchos hombres en combate cruel y por tu consejo
se tomó la ciudad de Príamo, de anchas calles. ¿Cómo es que ahora que has
llegado a tu casa y posesiones imploras ser valiente contra los pretendientes?
Ven aquí, amigo, ponte firme junto a mí y mira mis obras, para que veas cómo es
Méntor Alcímida para devolverte los favores entre tus enemigos.»
Así habló, y es que no quería concederle todavía del todo la indecisa
victoria antes de probar el vigor y la fuerza de Odiseo y su ilustre hijo.
Conque se lanzó hacia arriba y fue a posarse en una viga de la sala ennegrecida
por el fuego, semejante a una golondrina de frente.
Animaban a los contendientes Agelao Damastórida Eurínomo, Anfimedonte,
Demoptólemo, Pisandro Polictórida y el prudente Pólibo, pues eran los más
valientes de cuantos pretendientes vivían y luchaban por sus vidas. A los demás
los había derribado ya el arco y las numerosas flechas. A todos se dirigió
Agelao con estas palabras:
«Amigos, ahora contendrá este hombre sus manos indómitas, puesto que
se ha ido Méntor tras decirle inútiles fanfarronadas y han quedado solos al pie
de las puértas. Conque no lancéis todos a una las largas lanzas; vamos,
disparad primero los seis, por si Zeus nos concede de alguna manera que Odiseo
sea blanco de los disparos y conseguir gloria. De los otros no habrá cuidado
una vez que éste al menos haya caído.»
Así dijo, y dispararon todos como les ordenara, bien atentos, pero
Atenea dejó sin efecto todos sus disparos. De éstos, uno alcanzó la columna del
bien construido mégaron, otro la puerta sólidamente ajustada. De otro, la lanza
de fresno, pesada por el bronce, fue a estrellarse contra el muro. Y una vez
que habían esquivado las lanzas de los pretendientes comenzó a hablar entre
ellos el sufridor, el divino Odiseo:
«Amigos, también yo ahora quisiera deciros que disparemos contra la
turba de los pretendientes, quienes, además de los anteriores males, desean
matarnos.»
Así dijo, y todos dispararon las afiladas lanzas apuntando de frente.
A Demoptólemo lo mató Odiseo, a Eurfades Telémaco, a Elato el porquerizo y a
Pisandro el que estaba al cuidado de los bueyes. Así que luego todos a una
mordieron el inmenso suelo mientras los otros pretendientes se retiraron hacia
el fondo del mégaron. Y ellos se lanzaron sobre los cadáveres y les quítaron
las lanzas.
De nuevo los pretendientes dispararon las afiladas lanzas, bien
atentos. Pero Atenea dejó sin efecto todos sus disparos. De ellos, uno alcanzó
la columna del bien construido mégaron, otro la puerta sólidamente ajustada. De
otro la lanza de fresno, pesada por el bronce, fue a estrellarse contra el
muro. Pero esta vez Anfimedonte hirió a Telémaco en la muñeca, levemente, y el
bronce le dañó la superficie de la piel; Cresipo rasguñó el hombro de Eumeo con
la larga lanza por encima del escudo, y ésta, sobrevolando, cayó a tierra.
De nuevo los que rodeaban al prudente y astuto Odiseo dispararon las
afiladas lanzas contra la turba de los pretendientes y de nuevo alcanzó a
Euridamante, Odiseo, el destructor de ciudades, a Anfimedonte, Telémaco, y a
Pólibo, el porquero, y luego alcanzó en el pecho a Ctesipo el que estaba al
cuidado de los bueyes y jactándose le dijo:
«Politérsida, amigo de insultar, no digas nunca nada altanero cediendo
a tu insensatez, antes bien cede la palabra a los dioses, puesto que en verdad
son mejores con mucho. Este será para ti el don de hospitalidad por la patada
que diste a Odiseo, semejante a un dios, cuando mendigaba por el palacio.»
Así dijo el que estaba al cuidado de los cuenitorcidos bueyes. Después
Odiseo hirió de cerca al Damastórida con su larga lanza y Telémaco hirió de
cerca con su lanza en medio de la ijada a Leócrito Evenórida, y el bronce le
atravesó de parte a parte. Cayó de cabeza y dio de brutes en el suelo. Entonces
Atenea levantó la égida, destructora para los mortales, desde lo alto del techo
y sus corazones sintieron pánico. Así que los unos huían por el mégaron como
vacas de rebaño a las que persigue el movedizo tábano, lanzándose sobre ellas en
la estación de la primavera, cuando los días son largos.
En cambio, los otros, como los buitres de retorcidas uñas y corvo pico
bajan de los montes y caen sobre las aves que, asustadas por la llanura, tratan
de remontarse hacia las nubes éstos se lanzan sobre las aves y las matan, ya
que no tienen defensa alguna ni posibilidad de huida y se alegran los hombres
de la captura , así golpeaban éstos a los pretendientes corriendo en círculo
por la sala.
Y eran horribles los gemidos que se levantaban cuando las cabezas de
los pretendientes golpeaban el suelo y éste humeaba todo con sangre.
Fue entonces cuando Leodes se arrojó a las rodillas de Odiseo y
asiéndolas le suplicaba con aladas palabras:
«Te suplico asido a tus rodillas, Odiseo. Respétame y ten compasión de
mí. Pues lo aseguro que nunca dije ni hice nada insensato a mujer alguna en el
palacio. Por el contrario, solía hacer desistir a cualquiera de los
pretendientes que tratara de hacerlas, pero no me obedecían en alejar sus manos
de la maldad. Por esto y por sus insensateces han atraído hacia sí un destino
indigno y yo, sin haber hecho nada, yaceré con ellos por ser su arúspice, que
no hay agradecimiento futuro para los que obran bien.»
Y mirándole torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:
«Si te precias de ser el arúspice de éstos, seguro que a menudo
estabas pronto a suplicar en el palacio que el fin de mi dulce regreso fuera
lejano, para atraer hacia ti a mi querida esposa y que te pariera hijos. Por
esto no podrías escapar a la muerte de largos lamentos.»
Así diciendo, tomó con su ancha mano la espada que estaba en el suelo,
la que Agelao había dejado caer al sucumbir. Con ella le atravesó el cuello por
el centro y mientras todavía hablaba Leodes, su cabeza se mezcló con el polvo.
También el aedo Femio Terpiada trataba de evitar la negra Ker, el que
cantaba a la fuerza entre los pretendientes. Estaba de pie sosteniendo entre
sus manos la sonora lira junto al portillo, y dudaba entre salir desapercibido
del mégaron y sentarse junto al altar del gran Zeus, protector del Hogar, donde
Laertes y Odiseo habían quemado muchos muslos de reses, o lanzarse a las
rodillas de Odiseo y suplicarle. Y mientras así pensaba, le pareció más
ventajoso asirse a las rodillas de Odiseo Laertíada. Así que dejó en el suelo
la curvada lira, entre la crátera y el sillón de clavos de plata, y se arrojó a
las rodillas de Odiseo. Y asiéndolas, le suplicaba con aladas palabras:
«Te suplico asido a tus rodillas. Odiseo. Respétame y ten compasión de
mí. Seguro que tendrás dolor en el futuro si matas a un aedo, a mí, que Canto a
dioses y hombres. Yo he aprendido por mí mismo, pero un dios ha soplado en mi
mente toda clase de Cantos. Creo que puedo cantar junto a ti como si fuera un
dios. Por esto no trates de cortarme el cuello. También Telémaco, tu querido
hijo, podría decirte que yo no venía a tu casa ni de buen grado ni porque lo
precisara, para cantar junto a los pretendientes en sus banquetes; mas ellos me
arrastraban por la fuerza por ser más numerosos y fuertes.»
Así dijo, y la sagrada fuerza de Telémaco le oyó; así que luego dijo a
su padre que estaba cerca:
«Detente y no hieras con el bronce a este inocente. También salvaremos
al heraldo Medonte, que siempre, mientras fui niño, se cuidaba de mí en nuestro
palacio, si es que no lo han matado ya Filetio o el porquero, o se ha
enfrentado contigo cuando irrumpiste en la sala.»
Así habló, y Medonte, conocedor de pensamientos discretos, le oyó.
Estaba tirado bajo.un sillón y le cubría una piel recién cortada de buey,
tratando de evitar la negra muerte. Enseguida saltó de debajo del sillón, se
despojó de la piel de buey y se arrojó a las rodillas de Telémaco, y asiéndolas
le suplicaba con aladas palabras:
«Amigo, ése soy yo; detente y di a tu padre que no me dañe con el
agudo bronce, poderoso como es, irritado con los pretendientes quienes le
consumieron los bienes en el palacio y no te respetaban a ti, ¡necios!»
Y sonriendo le dijo el muy astuto Odiseo:
«Cobra ánimos, ya que éste te ha protegido y salvado, para que sepas y
se lo digas a cualquier otro que es mucho mejor una buena acción que una acción
malvada. Conque salid del mégaron e id al patio alejándoos de la matanza tú y
el afamado aedo, mientras que yo llevo a cabo en la sala lo que es menester.
Así dijo, y ambos salieron del mégaron y fueron a sentarse junto al
altar del gran Zeus, mirando asombrados a uno y otro lado, temiendo siempre la
muerte.
Entonces Odiseo examinó todo su palacio por si todavía quedaba vivo
algún hombre tratando de evitar la negra muerte. Pero los vio a todos derribados
entre polvo y sangre, tan numerosos como los peces a los que los pescadores
sacan del canoso mar en su red de muchas mallas y depositan en la cóncava
orilla allí están todos sobre la arena añorando las olas del mar y el brillante
Helios les arrebata la vida ; así estaban los pretendientes, hacinados uno
sobre otro.
Entonces se dirigió a Telémaco el muy astuto Odiseo:
«Telémaco, vamos, llámame a la nodriza Euriclea para que le diga la
palabra que tengo en mi interior.»
Así dijo; Telémaco obedeció a su padre y marchando hacia la puerta,
dijo a la nodriza Euriclea:
«Ven acá, anciana, tú eres la vigilante de las esclavas en nuestro
palacio; ven, te llama mi padre para decirte algo.»
Así dijo, y a ella se le quedó sin alas su palabra; abrió las puertas
del mégaron, agradable para habitar, y se puso en camino, y luego la condujo
Telémaco.
Encontró a Odiseo entre los cuerpos recién asesinados rociado de
sangre ya coagulada, como un león que va de camino luego de haber engullido un
toro salvaje todo su pecho y su cara están manchados de sangre por todas partes
y es terrible al mirarlo de frente. Así de manchado estaba Odiseo por sus
brazos y piernas. Cuando la nodriza vio los cadáveres y la sangre a borbotones,
arrancó a gritar, pues había visto una obra grande, pero Odiseo la contuvo y se
lo impidió, por más que lo deseaba, y dirigiéndose a ella le dijo aladas
palabras:
«Alégrate, anciana, en lo interior y no grites, que no es santo
ufanarse ante hombres muertos. A éstos los ha domeñado la Moira de los dioses y
sus obras insensatas, pues no respetaban a ninguno de los terrenos hombres,
noble o del pueblo, que se llegara a ellos. Por esto y por sus insensateces han
arrastrado hacia sí un destino vergonzoso. Conque, vamos, dime de las mujeres
en el palacio quiénes me deshonran y quiénes son inocentes.»
Y al punto le contestó la nodriza Euriclea:
«Desde luego, hijo mío, te diré la verdad. Tienes en el palacio
cincuenta esclavas a quienes hemos enseñado a realizar labores, a cardar lana y
a soportar su esclavitud. Doce de éstas han incurrido en desvergüenza y no me
honran a mí ni a la misma Penélope. Telémaco ha crecido sólo hace poco y su
madre no le permitía dar órdenes a las esclavas. Pero voy a subir al piso de
arriba para comunicárselo a tu esposa, a quien un dios ha infundido sueño.»
Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«No la despiertes todavía. Di a las mujeres que vengan aquí, a las que
han realizado obras vergonzosas.»
Así dijo, y la anciana atravesó el mégaron para comunicárselo a las
mujeres y ordenarlas que vinieran.
Entonces Odiseo, llamando hacia sí a Telémaco, al boyero y al
porquero, les dirigió aladas palabras:
«Comenzad ya a llevar cadáveres y dad órdenes a las mujeres para que
luego limpien con agua y agujereadas esponjas los hermosos sillones y las
mesas. Cuando hayáis puesto en orden todo el palacio sacad del sólido mégaron a
las mujeres y matadlas con largas espadas entre la rotonda y el hermoso cerco
del patio, hasta que las arranquéis a todas la vida, para que se olviden de
Afrodita, a la que poseían debajo de los pretendientes con quienes se unían en
secreto.»
Así diciendo, llegaron las esclavas, todas en grupo, lanzando tristes
lamentos y derramando abundantes lágrimas. Primero se llevaron los cadáveres y
los pusieron bajo el pórtico del bien cercado patio, apoyándolos bien unos en
otros, pues así lo había ordenado Odiseo que las apremiaba en persona. Y ellas
los llevaban por la fuerza. Luego limpiaron con agua y agujereadas esponjas los
hermosos sillones y las mesas. Entretanto, Telémaco, el boyero y el porquero
rasparon bien con espátulas el piso de la bien construida vivienda y las
esclavas se lo llevaban y lo ponían fuera. Cuando habían puesto en orden todo
el palacio, sacaron del sólido mégaron a las esclavas y las encerraron en un
lugar estrecho, entre la rotonda y el hermoso cerco del patio, de donde no
había posibilidad de huir.
Entonces, Telémaco comenzó entre ellos a hablar discretamente:
«No podría yo quitar la vida con muerte rápida a éstas que han vertido
tanta deshonra sobre mi cabeza y la de mi padre cuando dormían con los
pretendientes.»
Así diciendo, ató el cable de una nave de azuloscura proa a una larga
columna y rodeó con él la rotonda tensándolo hacia arriba de forma que ninguna
llegara al suelo con los pies. Como cuando se precipitan los tordos de largas
alas, o las palomas, hacia una red que está puesta en un matorral cuando se
dirigen al nido –y en realidad las acoge un odioso lecho , así las esclavas
tenían sus cabezas en fila y en torno a sus cuellos había lazos , para que
murieran de la forma más lamentable. Estuvieron agitando los pies entre
convulsiones un rato, no mucho tiempo.
También sacaron a Melantio al vestíbulo y al patio, cortáronle la
nariz y las orejas con cruel bronce, le arrancaron las vergüenzas para que se
las comieran crudas los perros, y le cortaron manos y pies con ánimo irritado.
Luego que hubieron lavado sus manos y pies, volvieron al palacio junto
a Odiseo, pues su trabajo estaba ya completo. Entonces dijo éste a su nodriza
Euriclea:
«Tráeme azufre, anciana, remedio contra el mal, y también fuego, para
que rocíe con azufre el mégaron; y luego ordena a Penélope que venga aquí en
compañía de sus siervas. Ordena a todas las esclavas del palacio que vengan.»
Y luego le dijo su nodriza Euriclea:
«Sí, hijo mío, todo lo has dicho como te corresponde. Vamos, voy a
traerte ropa, una túnica y un manto; no sigas en pie en el palacio cubriendo
con harapos tus anchos hombros. Sería indignante.»
Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Antes que nada he de tener fuego en mi palacio.»
Así dijo, y su nodriza Euriclea no le desobedeció. Llevó azufre y
fuego y Odiseo roció por completo el mégaron, la sala y el patio.
Entonces la anciana atravesó el hermoso palacio de Odiseo para
comunicárselo a las mujeres e incitarlas a que volvieran. Estas salieron de la
estancia llevando una antorcha entre sus manos, rodearon y dieron la bienvenida
a Odiseo y abrazándole besaban su cabeza y hombros tomándole de las manos. Y a
éste le entró un dulce deseo de llorar y gemir, pues reconocía a todas en su
corazón.
La Frase:
LOS
DIOSES DECIDEN EN ASAMBLEA. EL RETORNO DE ODISEO
Cuéntame, Musa, la
historia del hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy
mucho después de Troya sagrada asolar;
vió muchas ciudades de
hombres y conoció su talante,
y dolores sufrió sin
cuento en el mar tratando
de asegurar la vida y
el retorno de sus compañeros.
Mas no consiguió
salvarlos, con mucho quererlo,
pues de su propia
insensatez sucumbieron víctimas,
¡locas! de Hiperión
Helios las vacas comieron,
y en tal punto acabó
para ellos el día del retorno.
Diosa, hija de Zeus,
también a nosotros,
cuéntanos algún pasaje
de estos sucesos.
Carlos Herrera Rozo.
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