MARIO VARGAS LLOSA / EL CUENTO
MARIO VARGAS LLOSA.
“Soy un
contador de historias y, por lo tanto, antes de proponerles un brindis, voy a
contarles una”, -dijo Mario Vargas Llosa previo al banquete para celebrar el
Nobe-l:
“Erase una
vez un niño que a los cinco años aprendió a leer. Eso le cambió la vida.
Gracias a los libros de aventuras que leía, descubrió una manera de escapar de
la pobre casa, del pobre país y de la pobre realidad en que vivía, y de
trasladarse a lugares maravillosos, espléndidos, con seres bellísimos y cosas
sorprendentes donde cada día, cada noche, significaba una manera más intensa,
aventurera y novedosa de gozar.
Gozaba
tanto leyendo historias que, un día, este niño, que ya era un joven, se dedicó
también a inventarlas y escribirlas. Lo hacía con dificultad pero, al mismo
tiempo, con felicidad y gozando cuando escribía tanto como cuando leía.
Sin
embargo, el personaje de mi historia era muy consciente de que una cosa era el
mundo de la realidad y otra, muy distinta, el mundo del sueño y la literatura y
que este último solo existía cuando él leía y escribía. El resto de tiempo, se
eclipsaba.
Hasta que
en un amanecer neoyorquino el protagonista de mi cuento recibió una sorpresiva
llamada en la que un señor de apellido impronunciable le anunció que había
recibido un premio y que tendría que ir a recibirlo a una ciudad llamada
Estocolmo, capital de un país llamado Suecia (o algo así).
Mi
personaje comenzó entonces, maravillado, a vivir, en la vida real, una de esas
experiencias que, hasta entonces, solo existían para él en el dominio ideal e
irreal de la literatura. Todavía sigue allí, desconcertado, sin saber si sueña
o está despierto, si aquello que vive lo vive de verdad o de mentiras, si esto
que le pasa es la vida o es la literatura, porque los límites entre ambas
parecen haberse eclipsado por completo”.
Mario Vargas Llosa.
CUENTOS
Los jefes, El desafío, El hermano menor, Día domingo, Un visitante, El abuelo.
,
LOS JEFES.
Javier se adelantó por un segundo: — ¡Pito!
—gritó, ya de pie. La tensión se quebró violentamente, como una explosión.
Todos estábamos parados: el doctor Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía,
apretando los puños. Cuando, recobrándose, levantaba una mano y parecía a punto
de lanzar un sermón, el pito sonó de verdad. Salimos corriendo con estrépito,
enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo de Amaya, que avanzaba
volteando carpetas. El patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y
tercero habían salido antes, formaban un gran círculo que se mecía bajo el
polvo. Casi con nosotros, entraron los de primero y segundo; traían nuevas
frases agresivas, más odio. El círculo creció. La indignación era unánime en la
Media. (La Primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos azules, en el ala opuesta
del colegio.) —Quiere fregarnos, el serrano. —Sí. Maldito sea. Nadie hablaba de
los exámenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el
escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director. De
pronto, dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer febrilmente
los grupos: "¿nos friega y nos callamos?". "Hay que hacer
algo". "Hay que hacerle algo". Una mano férrea me extrajo del
centro del círculo. —Tú no —dijo Javier—. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes.
—Ahora no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¡ves? Hagamos
que formen. En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído:
"formen filas", "a formar, rápido". -¡Formemos las filas!
—El vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante de la mañana. Muchos, a la
vez, corearon: — ¡A formar! ¡A formar! Los inspectores Gallardo y Romero vieron
entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el bullicio y se organizaban las
filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la
sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se
miraron entre ellos. En la puerta habían aparecido algunos profesores; también
estaban extrañados. El inspector Gallardo se aproximó: — ¡Oigan! —gritó,
desconcertado—. Todavía no... —Calla —repuso alguien, desde atrás—. ¡Calla,
Gallardo, maricón! Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con gesto
amenazador, invadió las filas. A su espalda, varios gritaban: "¡Gallardo,
maricón!". —Marchemos —dije—. Demos vueltas al patio. Primero los de
quinto.
Comenzamos
a marchar. Taconeábamos con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda
vuelta —formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones del
patio— Javier, Raygada, León y yo principiamos: —Ho—ra—rio; ho—ra—rio;
ho—ra—rio... El coro se hizo general. -¡Más fuerte! —prorrumpió la voz de
alguien que yo odiaba: Lu—. ¡Griten! De inmediato, el vocerío aumentó hasta
ensordecer. —Ho—ra—rio; ho—ra—rio; ho—ra—rio... Los profesores, cautamente,
habían desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la Sala de Estudios. Al
pasar los de quinto junto al rincón donde Teobaldo vendía fruta sobre un
madero, dijo algo que no oímos. Movía las manos, como alentándonos.
"Puerco", pensé. Los gritos arreciaban. Pero ni el compás de la
marcha, ni el estímulo de los chillidos, bastaban para disimular que estábamos
asustados. Aquella espera era angustiosa. ¿Por qué tardaba en salir?
Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas habían comenzado a mirarse unos
a otros y se escuchaban, de cuando en cuando, agudas risitas forzadas. "No
debo pensar en nada, me decía. Ahora no". Ya me costaba trabajo gritar:
estaba ronco y me ardía la garganta. De pronto, casi sin saberlo, miraba el
cielo: perseguía a un gallinazo que planeaba suavemente sobre el colegio, bajo
una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un disco amarillo en un
costado, como un lunar. Bajé la cabeza, rápidamente. Pequeño, amoratado,
Ferrufino había aparecido al final del pasillo que desembocaba en el patio de
recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato, que lo acercaban
interrumpían abusivamente el silencio que había reinado de improviso,
sorprendiéndome. (La puerta de la sala de profesores se abre; asoma un rostro
diminuto, cómico. Estrada quiere espiarnos: ve al director a unos pasos;
velozmente, se hunde; su mano infantil cierra la puerta.) Ferrufino estaba
frente a nosotros: recorría desorbitado los grupos de estudiantes enmudecidos.
Se habían deshecho las filas; algunos corrieron a los baños, otros rodeaban desesperadamente
la cantina de Teobaldo. Javier, Raygada, León y yo quedamos inmóviles. —No
tengan miedo —dije, pero nadie me oyó porque simultáneamente había dicho el
director: —Toque el pito, Gallardo.
De
nuevo se organizaron las hileras, esta vez con lentitud. El calor no era
todavía excesivo, pero ya padecíamos cierto sopor, una especie de aburrimiento.
"Se cansaron —murmuró Javier—. Malo." Y advirtió, furioso: —¡Cuidado
con hablar! Otros propagaron el aviso. —No —dije—. Espera. Se pondrán como
fieras apenas hable Ferrufino. Pasaron algunos segundos de silencio, de
sospechosa gravedad, antes de que fuéramos levantando la vista, uno por uno,
hacía aquel hombrecito vestido de gris. Estaba con las manos enlazadas sobre el
vientre, los pies juntos, quieto. —No quiero saber quién inició este tumulto
—recitaba. Un actor: el tono de su voz, pausado, suave, las palabras casi
cordiales, su postura de estatua, eran cuidadosamente afectadas. ¨¿Habría
estado ensayándose solo, en su despacho?—. Actos como éste son una vergüenza
para ustedes, para el colegio y para mí. He tenido mucha paciencia, demasiada,
óiganlo bien, con el promotor de estos desórdenes, pero ha llegado al límite...
¿Yo o Lu? Una interminable lengua de fuego lamía mi espalda, mi cuello, mis
mejillas a medida que los ojos de toda la Media iban girando hasta encontrarme.
¿Me miraba Lu? ¿Tenía envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás, alguien
palmeó mi brazo dos veces, alentándome. El director habló largamente sobre
Dios, la disciplina y los valores supremos del espíritu. Dijo que las puertas
de la dirección estaban siempre abiertas, que los valientes de verdad debían
dar la cara. —Dar la cara —repitió; ahora era autoritario—, es decir, hablar de
frente, hablarme a mí. -¡No seas imbécil! —dije, rápido—. ¡No seas imbécil!
Pero Raygada ya había levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la
izquierda, abandonando la formación. Una sonrisa complaciente cruzó la boca de
Ferrufino y desapareció de inmediato. —Escucho, Raygada...—dijo. A medida que éste
hablaba, sus palabras le inyectaban valor. Llegó incluso, en un momento, a
agitar sus brazos dramáticamente. Afirmó que no éramos malos y que
amábamos
el colegio y a nuestros maestros, recordó que la juventud era impulsiva. En
nombre de todos, pidió disculpas. Luego tartamudeó, pero siguió adelante:
—Nosotros le pedimos, señor director, que ponga horarios de exámenes como en
años anteriores...—Se calló, asustado. —Anote, Gallardo —dijo Ferrufino—. El
alumno Raygada vendrá a estudiar la próxima semana todos los días, hasta las
nueve de la noche. —Hizo una pausa— El motivo figurará en la libreta: por
rebelarse contra una disposición pedagógica. —Señor director... —Raygada estaba
lívido. —Me parece justo —susurró Javier—. Por bruto. 2 Un rayo de sol atravesaba
el sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis ojos, me invadía de paz.
Sin embargo, mi corazón estaba algo agitado y a ratos sentía ahogos. Faltaba
media hora para la salida; la impaciencia de los muchachos había decaído un
poco. ¿Responderían, después de todo? —Siéntese, Montes —dijo el profesor
Zambrano—. Es usted un asno. —Nadie lo duda——afirmó Javier, a mi costado——. Es
un asno. ¿Habría llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de
nuevo mi cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a
pocos metros de mi carpeta, y sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el
fondo iba a decidirse, no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión de
honor, sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar esta ocasión feliz para
atacar al enemigo que había bajado la guardia? —Toma —dijo a mi lado, alguien—.
Es de Lu. "Acepto tomar el mando, contigo y Raygada". Lu había
firmado dos veces. Entre sus nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la
tinta brillante aún, un signo que todos respetábamos: la letra C, en mayúscula,
encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente y su boca eran estrechas;
tenía los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la mandíbula
pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación le
exigía ser cordial. En el mismo papel respondí: "Con Javier". Leyó
sin inmutarse y movió la cabeza afirmativamente.
—Javier
—dije. —Ya sé —respondió—. Está bien. Le haremos pasar un mal rato. ¿Al
director o a Lu? Iba a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba
la salida. Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas,
mezclado con el ruido de las carpetas removidas. Alguien —¿Córdoba, quizá?—
silbaba con fuerza, como queriendo destacar. —¿Ya saben? —dijo Raygada, en la
fila—. Al Malecón. -¡Qué vivo! —exclamó uno—. Está enterado hasta Ferrufino.
Salíamos por la puerta de atrás, un cuarto de hora después que la Primaria.
Otros lo habían hecho ya, y la mayoría de alumnos se había detenido en la
calzada, formando pequeños grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban. —Que
nadie se quede por aquí —dije. -¡Conmigo los coyotes! —gritó Lu, orgulloso.
Veinte muchachos lo rodearon. —Al Malecón —ordenó—, todos al Malecón. Tomados
de los brazos, en una línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha los de
quinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos. Una brisa
tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba
de un lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado del Malecón.
Habían respondido. Ante nosotros —Lu, Javier, Raygada y yo—, que dábamos la
espalda a la baranda y a los interminables arenales que comenzaban en la orilla
contraria del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda la
cuadra, se mantenía serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban gritos
estridentes. —¿Quién habla? –preguntó Javier. —Yo —propuso Lu, listo para
saltar a la baranda. —No——dije—. Habla tú, Javier.
Lu
se contuvo y me miró, pero no estaba enojado. —Bueno —dijo; y agregó,
encogiendo los hombros—: ¡Total! Javier trepó. Con una de sus manos se apoyaba
en un árbol encorvado y reseco y con la otra se sostenía de mi cuello. Entre
sus piernas, agitadas por un leve temblor que desaparecía a medida que el tono
de su voz se hacía convincente y enérgico, veía yo el seco y ardiente cauce del
río y pensaba en Lu y en los coyotes. Había sido suficiente apenas un segundo
para que pasara a primer lugar; ahora tenía el mando y lo admiraban, a él,
ratita amarillenta que no hacía seis meses imploraba mi permiso para entrar en
la banda. Un descuido infinitamente pequeño, y luego la sangre, corriendo en
abundancia por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizadas bajo
la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puños. —Te he ganado —dijo,
resollando—. Ahora soy el jefe. Así acordamos. Ninguna de las sombras estiradas
en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo los sapos y los grillos
respondían a Lu, que me insultaba. Tendido todavía sobre el cálido suelo, atiné
a gritar: —Me retiro de la banda. Formaré otra, mucho mejor. Pero yo y Lu y los
coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no era verdad.
—Me retiro yo también —dijo Javier. Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad,
y mientras caminábamos por las calles vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo
de Javier la sangre y las lágrimas. —Habla tú ahora —dijo Javier. Había bajado
y algunos lo aplaudían. —Bueno —repuse y subí a la baranda. Ni las paredes del
fondo, ni los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía las manos húmedas
y creí que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del
cielo; nos sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos: miraban
el suelo y mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me protegía. —Pediremos al
director que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años. Raygada,
Javier, Lu y yo formamos la Comisión. La Media está de acuerdo, ¿no es verdad?
La
mayoría asintió, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: "Sí",
"Sí". —Lo haremos ahora mismo —dije—. Ustedes nos esperarán en la
Plaza Merino. Echamos a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada.
Tocamos con fuerza; escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió
el inspector Gallardo. —¿Están locos? —dijo—. No hagan eso. —No se meta —lo
interrumpió Lu—. ¿ Cree que el serrano nos da miedo? —Pasen —dijo Gallardo—. Ya
verán. 3 Sus ojillos nos observaban minuciosamente. Quería aparentar sorna y
despreocupación, pero no ignorábamos que su sonrisa era forzada y que en el
fondo de ese cuerpo rechoncho había temor y odio. Fruncía y despejaba el ceño,
el sudor brotaba a chorros de sus pequeñas manos moradas. Estaba trémulo:
—¿Saben ustedes cómo se llama esto? Se llama rebelión, insurrección. ¿Creen
ustedes que voy a someterme a los caprichos de unos ociosos? Las insolencias
las aplasto... Bajaba y subía la voz. Lo veía esforzarse por no gritar.
"¿Por qué no revientas de una vez?, pensé. ¡Cobarde !". Se había
parado. Una mancha gris flotaba en torno de sus manos, apoyadas sobre el vidrio
del escritorio. De pronto su voz ascendió, se volvió áspera: -¡Fuera! Quien
vuelva a mencionar los exámenes será castigado. Antes que Javier o yo
pudiéramos hacerle una señal, apareció entonces el verdadero Lu, el de los
asaltos nocturnos a las rancherías de la Tablada, el de los combates contra los
zorros en los médanos. —Señor director... No me volví a mirarlo. Sus ojos
oblicuos estarían despidiendo fuego y violencia, como cuando luchamos en el
seco cauce del río. Ahora tendría también muy abierta su boca llena de babas,
mostraría sus dientes amarillos.
—Tampoco
nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque usted quiere que no haya
horarios. ¿Por qué quiere que todos saquemos notas bajas? ¿Por qué...?
Ferrufino se había acercado. Casi lo tocaba con su cuerpo. Lu, pálido,
aterrado, continuaba hablando: —¡...estamos ya cansados... —¡Cállate! El
director había levantado los brazos y sus puños estrujaban algo. —¡Cállate!
—repitió con ira—. ¡Cállate, animal! ¡Cómo te atreves! Lu estaba ya callado,
pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar súbitamente sobre su
cuello: "Son iguales, pensé. Dos perros". —De modo que has aprendido
de éste. Su dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto sentí que
recorría mi lengua un hilito caliente y eso me calmó. —¡Fuera! —gritó de
nuevo—. ¡Fuera de aquí! Les pesará. Salimos. Hasta el borde de los escalones
que vinculaban el colegio San Miguel con la Plaza Merino se extendía una
multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían invadido los pequeños
jardines y la fuente; estaban silenciosos y angustiados. Extrañamente, entre la
mancha clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos que nadie
pisaba. Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación para el
desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un lado,
dejándonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se
mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie había impartido,
caminaron tras de nosotros, al paso sin compás, como para ir a clases. El
pavimento hervía, parecía un espejo que el sol iba disolviendo. "¿Será
verdad?", pensé. Una noche calurosa y desierta me lo habían contado, en
esta misma avenida, y no lo creí. Pero los periódicos decían que el sol, en
algunos apartados lugares, volvía locos a los hombres y a veces los mataba.
—Javier —pregunté—. ¿Tú viste que el huevo se freía solo, en la pista?
Sorprendido,
movió la cabeza. —No. Me lo contaron. —¿Será verdad? —Quizás. Ahora podríamos
hacer la prueba. El suelo arde, parece un brasero. En la puerta de La Reina
apareció Alberto. Su pelo rubio brillaba hermosamente: parecía de oro. Agitó su
mano derecha, cordial. Tenía muy abiertos sus enormes ojos verdes y sonreía,
Tendría curiosidad por saber a dónde marchaba esa multitud uniformada y
silenciosa, bajo el rudo calor. —¿Vienes después? —me gritó. —No puedo. Nos
veremos a la noche. —Es un imbécil —dijo Javier—. Es un borracho. —No —afirmé—.
Es mi amigo. Es un buen muchacho. 4 —Déjame hablar, Lu —le pedí, procurando ser
suave. Pero ya nadie podía contenerlo. Estaba parado en la baranda, bajo las
ramas del seco algarrobo: mantenía admirablemente el equilibrio y su piel y su
rostro recordaban un lagarto. -¡No! —dijo agresivamente—. Voy a hablar yo. Hice
una seña a Javier. Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logró
tomarse a tiempo del árbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado
por un fuerte puntapié en el hombro tres pasos atrás, vi a Javier enlazar
velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y desafiarlo con sus ojos
que hería el sol salvajemente. —¡No le pegues! —grité. Se contuvo, temblando,
mientras Lu comenzaba a chillar: —¿Saben ustedes lo que nos dijo el director?
Nos insultó, nos trató como a bestias. No le da su gana de poner los horarios
porque quiere fregarnos. Jalar a todo el colegio y no le importa. Es un...
Ocupábamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos
comenzaban a cimbrearse. Casi toda la Media continuaba presente. Con el calor y
cada palabra de Lu crecía la indignación de los alumnos. Se enardecían.
—Sabemos
que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó, el colegio no es un
colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exámenes. Una voz aguda y
anónima lo interrumpió: —¿A quién le ha pegado? Lu dudó un instante. Estalló de
nuevo: —¿A quién? —desafió- ¡Arévalo, que te vean todos la espalda! Entre
murmullos, surgió Arévalo del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote.
Llegó hasta Lu y descubrió su pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía
una gruesa franja roja. —¡Esto es Ferrufino! —La mano de Lu mostraba la marca
mientras sus ojos escrutaban los rostros atónitos de los más inmediatos.
Tumultuosamente, el mar humano se estrechó en torno a nosotros; todos pugnaban
por acercarse a Arévalo y nadie oía a Lu, ni a Javier y Raygada que pedían
calma, ni a mí, que gritaba: "¡es mentira! -no le hagan caso- ¡es
mentira!". La marea me alejo de la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logré
abrirme camino hasta salir del tumulto. Desanudé mi corbata y tomé aire con la
boca abierta y los brazos en alto, lentamente, hasta sentir que mi corazón
recuperaba su ritmo. Raygada estaba junto a mí. Indignado, me preguntó:
—¿Cuándo fue lo de Arévalo? —Nunca. —¿ Cómo ? Hasta él, siempre sereno, había
sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban vivamente y tenía apretados
los puños. —Nada —dije—, no sé cuándo fue. Lu esperó que decayera un poco la
excitación. Luego, levantando su voz sobre las protestas dispersas: —¿Ferrufino
nos va a ganar? —preguntó a gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos—.
¿Nos va a ganar? ¡Respóndanme!
—¡No!
—Prorrumpieron quinientos o más—. ¡No! ¡No! Estremecido por el esfuerzo que le
imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso sobre la baranda. —Que
nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo.
Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la Primaria. Su voz agresiva se
perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos que agitaban
jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo que
permaneciera indiferente o adverso. —¿Qué hacemos? Javier quería demostrar
tranquilidad. Pero sus pupilas brillaban. —Está bien —dije—. Lu tiene razón.
Vamos a ayudarlo. Corrí hacía la baranda y trepé. —Adviertan a los de Primaria
que no hay clases a la tarde —dije—. Pueden irse ahora. Quédense los de quinto
y los de cuarto para rodear el colegio. —Y también los coyotes —concluyó Lu,
feliz. 5 —Tengo hambre —dijo Javier. El calor había atenuado. En el único banco
útil de la Plaza Merino recibíamos los rayos de sol, filtrados fácilmente a
través de unas cuantas gasas que habían aparecido en el cielo, pero casi
ninguno transpiraba. León se frotaba las manos y sonreía: estaba inquieto. —No
tiembles —dijo Amaya—. Estás graznando para tenerle miedo a Ferrufino.
—¡Cuidado! —La cara de mono de León había enrojecido y su mentón sobresalía—.
¡Cuidado, Amaya! —Estaba de pie. —No peleen —dijo Raygada tranquilamente—.
Nadie tiene miedo. Sería un imbécil.
—Demos
una vuelta por atrás —propuse a Javier. Contorneamos el colegio, caminando por
el centro de la calle. Las altas ventanas estaban entreabiertas y no se veía a
nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno. —Están almorzando —dijo Javier.
—Sí. Claro. En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano.
Los medios internos estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda,
habían sido informados. —¡Qué muchachos valientes! —se burló alguien. Javier
los insultó. Respondió una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin
acertar. Hubo risas. "Se mueren de envidia", murmuró Javier. En la
esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente
la pista. Nos vio y caminó hacia nosotros. Parecía contento. —Vinieron dos
churres de primero —dijo—. Los mandamos a jugar al río. —¿Sí? —dijo Javier—.
Espera media hora y verás. Se va a armar el gran escándalo. Lu y los coyotes
custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre las
esquinas de las calles Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejón,
conversaban en grupo y reían. Todos llevaban palos y piedras. —Así no —dije—.
Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos. Lu rió. —Ya
verán. Por esta puerta no entra nadie. También él tenía un garrote que ocultaba
hasta entonces con su cuerpo. Nos lo enseñó, agitándolo. —¿Y por allá?
—preguntó. —Todavía nada. A nuestra espalda, alguien voceaba nuestros nombres.
Era Raygada: venía corriendo y nos llamaba agitando la mano frenéticamente.
"Ya llegan, ya llegan —dijo, con
Ansiedad—.
Vengan". Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos. Dio media
vuelta y regresó a toda carrera. Estaba excitadísimo. Javier y yo también
corrimos. Lu nos gritó algo del río. "¿El río?, pensé. No existe. ¿Por qué
todo el mundo habla del río si sólo baja el agua un mes al año?". Javier
corría a mi lado, resoplando. —¿Podremos contenerlos? —¿Qué? —Le costaba
trabajo abrir la boca, se fatigaba más. —¿Podremos contener a la Primaria?
—Creo que sí. Todo depende. —Mira. En el centro de la Plaza, junto a la fuente,
León, Amaya y Raygada hablaban con un grupo de pequeños, cinco o seis. La
situación parecía tranquila. —Repito —decía Raygada, con la lengua afuera—.
Váyanse al río. No hay clases, no hay clases. ¿Está claro? ¿O paso una
película? —Eso —dijo uno, de nariz respingada—. Que sea en colores. —Miren —les
dije—. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútbol:
Primaria contra Media. ¿De acuerdo? —Ja, ja —rió el de la nariz, con
suficiencia—. Les ganamos. Somos más. —Ya veremos. Vayan para allá. —No quiero
—replicó una voz atrevida—. Yo voy al colegio. Era un muchacho de cuarto,
delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo de escoba de la camisa
comando, demasiado ancha para él. Era brigadier de año. Inquieto por su
audacia, dio unos pasos hacía atrás. León corrió y lo tomó de un brazo. —¿No
has entendido? —Había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué
diablos se asustaba León?— ¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya,
vamos, camina. —No lo empujes —dije—. Va a ir solo.
-¡No
voy! —gritó—. Tenía el rostro levantado hacía León, lo miraba con furia—. ¡No
voy! No quiero huelga. -¡Cállate, imbécil! ¿Quién quiere huelga? —León parecía
muy nervioso. Apretaba con todas sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus
compañeros observaban la escena, divertidos. -¡Nos pueden expulsar! —El
brigadier se dirigía a los pequeños, se lo notaba atemorizado y colérico—.
Ellos quieren huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los
exámenes de repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen que no sé? ¡Nos pueden
expulsar! Vamos al colegio, muchachos. Hubo un movimiento de sorpresa entre los
chiquillos. Se miraban ya sin sonreír, mientras el otro seguía chillando que
nos iban a expulsar. Lloraba. -¡No le pegues! —grité, demasiado tarde. León lo
había golpeado en la cara, no muy fuerte, pero el chico se puso a patalear y a
gritar. —Pareces un chivo —advirtió alguien. Miré a Javier. Ya había corrido.
Lo levantó y se lo echó a los hombros como un fardo. Se alejó con él. Lo
siguieron varios, riendo a carcajadas. —¡Al río! —gritó Raygada. Javier escuchó
porque lo vimos doblar con su carga por la avenida Sánchez Cerro, camino al
Malecón. El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y
en los bancos rotos, y los demás transitando aburridamente por los pequeños
senderos asfaltados del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al
colegio. Repartidos en parejas, los diez encargados de custodiar la puerta
principal, tratábamos de entusiasmarlos: "tienen que poner los horarios,
porque si no, nos friegan. Y a ustedes también, cuando les toque". —Siguen
llegando —me dijo Raygada—. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren. —Si
los entretenemos diez minutos, se acabó —dijo León—. Vendrá la Media y entonces
los corremos al río a patadas. De pronto, un chico gritó convulsionado:
-¡Tienen
razón! ¡Ellos tienen razón! —Y dirigiéndose a nosotros, con aire dramático—:
Estoy con ustedes. -¡Buena! ¡Muy bien! —lo aplaudimos—. Eres un hombre.
Palmeamos su espalda, lo abrazamos. El ejemplo cundió. Alguien dio un grito:
"Yo también". "Ustedes tienen razón". Comenzaron a discutir
entre ellos. Nosotros alentábamos a los más excitados halagándolos: "Bien,
churre. No eres ningún marica". Raygada se encaramó sobre la fuente. Tenía
la boina en la mano derecha y la agitaba, suavemente. —Lleguemos a un acuerdo
—exclamó—. ¿Todos unidos ? Lo rodearon. Seguían llegando grupos de alumnos,
algunos de quinto de Media; con ellos formamos una muralla, entre la fuente y
la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba. —Esto se llama solidaridad
—decía—. Solidaridad. —Se calló como si hubiera terminado, pero un segundo
después abrió los brazos y clamó—: ¡No dejaremos que se cometa un abuso! Lo
aplaudieron. —Vamos al río —dije—. Todos. —Bueno. Ustedes también. —Nosotros
vamos después. —Todos juntos o ninguno —repuso la misma voz. Nadie se movió.
Javier regresaba. Venía solo. —Esos están tranquilos —dijo—. Le han quitado el
burro a una mujer. Juegan de lo lindo. —La hora —pidió León—. Dígame alguien
qué hora es. Eran las dos.
—A
las dos y media nos vamos —dije—. Basta que se quede uno para avisar a los
retrasados. Los que llegaban se sumergían en la masa de chiquillos. Se dejaban
convencer rápidamente. —Es peligroso –dijo Javier. Hablaba de una manera rara:
¿tendría miedo?—. Es peligroso. Ya sabemos qué va a pasar si al director se le
antoja salir. Antes que hable, estaremos en las clases. —Sí —dije—. Que
comiencen a irse. Hay que animarlos. Pero nadie quería moverse. Había tensión,
se esperaba que, de un momento a otro, ocurriera algo. León estaba a mi lado.
—Los de Media han cumplido —dijo—. Fíjate. Sólo han venido los encargados de
las puertas. Apenas un momento después, vimos que llegaban los de Media, en
grandes corrillos que se mezclaban con las olas de chiquillos. Hacían bromas.
Javier se enfureció: —¿Y ustedes? —dijo—. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué han venido?
Se dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor,
brigadier de segundo de Media. -¡Guá! —Antenor parecía muy sorprendido—. ¿Acaso
vamos a entrar? Venimos a ayudarlos. Javier saltó hacía él, lo agarró del
cuello. -¡Ayudarnos! ¿Y los uniformes? ¿Y los libros? —Calla —dije—. Suéltalo.
Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado casi todo el
colegio. La Plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían
tranquilos, sin discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban
muchos carros, que disminuían la velocidad al cruzar la Plaza Merino. De un
camión, un hombre nos saludó gritando: —Buena, muchachos. No se dejen.
—¿Ves?
–dijo Javier—. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino?
-¡Las dos y media! —gritó León—. Vámonos. Rápido, rápido. Miré mi reloj:
faltaban cinco minutos. —Vámonos —grité—. Vámonos al río. Algunos hicieron como
que se movían. Javier, León, Raygada y varios más, gritando también, comenzaron
a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin cesar: "río, río,
río". Lentamente, la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos
de azuzarlos y, al callar nosotros, me sorprendió por segunda vez en el día, un
silencio total. Me ponía nervioso. Lo rompí: —Los de Media, atrás —indiqué—. A
la cola, formando fila... A mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de
helado, que salpicó mis zapatos. Enlazando los brazos, formamos un cinturón
humano. Avanzábamos trabajosamente. Nadie se negaba, pero la marcha era
lentísima. Una cabeza iba casi hundida en mi pecho. Se volvió: ¿cómo se llamaba?
Sus ojos pequeños eran cordiales. —Tu padre te va a matar —dijo. "Ah,
pensé. Mi vecino." —No —le dije—. En fin, ya veremos. Empuja. Habíamos
abandonado la Plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la
avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la
baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos de Malecón. Entre ellos,
como puntitos blancos, los arenales. El primero en escuchar fue Javier, que
marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos oscuros había sobresalto. —¿Qué pasa?
—dije—. Dime. Movió la cabeza. —¿Qué pasa? —le grité—. ¿Qué oyes?
Logré
ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la Plaza
Merino hacía nosotros. Los gritos del recién llegado se confundieron en mis
oídos con el violento vocerío que se desató en las apretadas columnas de
chiquillos, parejo a un movimiento de confusión. Los que marchábamos en la
última hilera no entendíamos bien. Tuvimos un segundo de desconcierto;
aflojando los brazos, algunos se soltaron. Nos sentimos arrojados hacía atrás,
separados. Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos, corriendo y gritando
histéricamente. "¿Qué pasa?", grité a León. Señaló algo con el dedo,
sin dejar de correr. "Es Lu, dijeron a mi oído. Algo ha pasado allá. Dicen
que hay un lío". Eché a correr. En la bocacalle que se abría a pocos metros
de la puerta trasera del colegio, me detuve en seco. En ese momento era
imposible ver: oleadas de uniformes afluían de todos lados y cubrían la calle
de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a unos quince pasos, encaramado
sobre algo, divisé a Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nítidamente en la
sombra de la pared que lo sostenía. Estaba arrinconado y descargaba su garrote
a todos lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa que la de quienes lo
insultaban y retrocedían para librarse de sus golpes, escuché su voz: —¿Quién
se acerca? —gritaba—. ¿Quién se acerca? Cuatro metros más allá, dos coyotes,
rodeados también, se defendían a palazos y hacían esfuerzos desesperados para
romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban, vi rostros de
Media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban, aunque sin
acercarse. A lo lejos, vi así mismo a otros dos de la banda, que corrían
despavoridos: los perseguía un grupo de muchachos con palos. -¡Cálmense!
¡Cálmense! Vamos al río. Una voz nacía a mi lado, angustiosamente. Era Raygada.
Parecía a punto de llorar. —No seas idiota —dijo Javier. Se reía a carcajadas—.
Cállate, ¿no ves? La puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes
a docenas, ávidamente. Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compañeros,
algunos se sumaban al grupo que rodeaba a Lu y los suyos. Habían conseguido
juntarse. Lu tenía la camisa abierta; asomaba su flaco pecho lampiño, sudoroso
y brillante; un hilillo de sangre le corría por la nariz y los labios. Escupía
de cuando en cuando y miraba con odio a los que estaban más próximos.
Únicamente él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo
habían bajado, exhaustos.
—¿Quién
se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente. A medida que entraban al
colegio, iban poniéndose de cualquier modo las boinas y las insignias del año.
Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el grupo que cercaba a Lu.
Raygada me dio un codazo: —Dijo que con su banda podía derrotar a todo el
colegio—. Hablaba con tristeza—. ¿ Por qué dejamos solo a este animal? Raygada
se alejó. Desde la puerta nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier
y yo nos acercamos a Lu. Temblaba de cólera. —¿Por qué no vinieron? —dijo,
frenético, levantando la voz—. ¿Por qué no vinieron a ayudarnos? Éramos apenas
ocho, porque los otros... Tenía una vista extraordinaria y era flexible como un
gato. Se echó velozmente hacía atrás, mientras mi puno apenas rozaba su oreja y
luego, con el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su
garrote. Recibí en el pecho el impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio.
—Acá no —dijo—. Vamos al Malecón. —Vamos —dijo Lu—. Te voy a enseñar otra vez.
—Ya veremos —dije—. Vamos. Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas
vacilaban. En la esquina nos detuvo León. —No peleen —dijo—. No vale la pena.
Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos. Lu me miraba con sus ojos
semicerrados. Parecía incómodo. — ¿Por qué les pegaste a los churres? —le
dije—. ¿Sabes lo que nos va a pasar ahora a ti y a mí? No respondió ni hizo
ningún gesto. Se había calmado del todo y tenía la cabeza baja. —Contesta, Lu
—insistí—. ¿Sabes? —Está bien —dijo León—. Trataremos de ayudarlos. Dense la
mano.
Lu
levantó el r ostro y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la
noté suave y delicada, y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de
ese modo. Dimos media vuelta, caminamos en fila hacía el colegio. Sentí un
brazo en el hombro. Era Javier.
EL DESAFÍO.
Estábamos
bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río
Bar" apareció Leónidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
— ¿Qué pasa? — preguntó León. Leónidas arrastró una silla y se sentó junto a
nosotros. — Me muero de sed. Le serví un vaso hasta el borde y la espuma
rebalsó sobre la mesa. Leónidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo,
cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota. —
Justo va a pelear esta noche — dijo, con una voz rara. Quedamos callados un
momento. León bebió, Briseño encendió un cigarrillo. — Me encargó que les
avisara — agregó Leónidas. — Quiere que vayan. Finalmente, Briseño preguntó: —
¿Cómo fue? — Se encontraron esta tarde en Catacaos. — Leónidas limpió su frente
con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al
suelo. — Ya se imaginan lo demás... — Bueno — dijo León. Si tenían que pelear,
mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo
sabe lo que hace. — Si — repitió Leónidas, con un aire ido.— Tal vez es mejor
que sea así. Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos
antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la
plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las
parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a
abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha
gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres
que hablaban en voz alta y reían. — Son casi las nueve — dijo León.— Mejor nos
vamos. Salimos. — Bueno, muchachos — dijo Leónidas. — Gracias por la cerveza.
—
¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? — preguntó Briseño. — Sí. A las once.
Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo. El viejo hizo un gesto de
despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo
del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia
la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes
discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una
muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse. — El Cojo lo
va a matar — dijo, de pronto, Briseño. — Cállate — dijo León. Nos separamos en
la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me
puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del
pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que
llegaba. — ¿Otra vez a la calle? — dijo ella. — Sí. Tengo que arreglar un
asunto. El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se
había muerto. — Tienes que levantarte temprano — insistió ella — ¿Te has
olvidado que trabajas los domingos? — No te preocupes — dije. — Regreso en unos
minutos Caminé de vuelta hacía el "Río Bar" y me senté al mostrador.
Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito.
Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local. — ¿Es cierto lo de
la pelea? — Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas. — No necesito
que me adviertas — dijo. — Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en
realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha
paciencia, ya sabemos. — El Cojo es un asco de hombre. — Era tu amigo antes...
— comenzó a decir Moisés, pero se contuvo. Alguien llamó desde la terraza y se
alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado. — ¿Quieres que yo
vaya? — me preguntó.
—
No. Con nosotros basta, gracias. — Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo.
Justo es también mi amigo. — Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso.
— Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y
juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a
ustedes darse una vuelta por acá. — Hubiera querido verlo al Cojo — dije. —
Cuando está furioso su cara es muy chistosa. Moisés se río. — Anoche parecía el
diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la
puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía
unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello
hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un
niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar
mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra
mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos
decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leónidas
aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el
susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa). —
Acabo de llegar — dijo. — ¿Qué es de los otros? — Ya vienen. Deben estar en
camino. Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy
serio y volvió la cabeza. — ¿Cómo fue lo de esta tarde? Encogió los hombros e
hizo un ademán vago. — Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que
entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das
cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como
perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura. — ¿Eres muy hombre? — gritó
el Cojo. — Más que tú — gritó Justo. — Quietos, bestias — decía el cura. — ¿En
"La Balsa" esta noche entonces? — gritó el Cojo.
—
Bueno — dijo Justo. — Eso fue todo. La gente que estaba en el "Río
Bar" había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en
la terraza sólo estábamos nosotros. — He traído esto — dije, alcanzándole el
pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la
dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su
bolsillo y comparó. — Son iguales — dijo. — Me quedaré con la mía, nomás. Pidió
una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando. —No tengo hora — dijo Justo —
Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos. A la altura del puente nos
encontramos con Briseño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano. —
Hermanito — dijo León — Usted lo va a hacer trizas. — De eso ni hablar — dijo Briseño.
— El Cojo no tiene nada que hacer contigo. Los dos tenían la misma ropa que
antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo
seguridad e, incluso cierta alegría. — Bajemos por aquí — dijo León — Es más
corto. — No — dijo Justo. — Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una
pierna, ahora. Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce
del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente.
Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un
buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacía el lecho del
río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros
pies se Hundían, como si anduviésemos sobre un mar de algodones. León miró
detenidamente el cielo. — Hay muchas nubes — dijo; — la luna no va a servir de
mucho esta noche. — Haremos fogatas — dijo Justo. — ¿Estás loco? — dije. —
¿Quieres que venga la policía? — Se puede arreglar — dijo Briceño sin
convicción.— Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a
oscuras. Nadie contestó y Briseño no volvió a insistir.
—
Ahí está "La Balsa" — dijo León. En un tiempo, nadie sabía cuándo,
había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría
las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba,
el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de
modo que cada año, "La Balsa" se alejaba más de la ciudad. Nadie
sabía tampoco quién le puso el nombre de "La Balsa", pero así lo
designaban todos. — Ellos ya están ahí — dijo León. Nos detuvimos a unos cinco
metros de "La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las
caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté,
tratando inútilmente de descubrir al Cojo. — Anda tú — dijo Justo. Avancé
despacio hacía el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión
serena. — ¡Quieto! — gritó alguien. — ¿Quién es? — Julián — grité — Julián
Huertas. ¿Están ciegos? A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
— Ya nos íbamos — dijo. — Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a
pedir que lo cuidaran. — Quiero entenderme con un hombre — grité, sin
responderle — No con este muñeco. — ¿Eres muy valiente? — preguntó el Chalupas,
con voz descompuesta. — ¡Silencio! — dijo el Cojo. Se habían aproximado todos
ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era alto, mucho más que todos los presentes.
En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los
granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos
de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne,
interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como
dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie
izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz,
recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había
visto. — ¿Por qué has traído a Leónidas? — dijo el Cojo, con voz ronca. — ¿A Leónidas?
¿Quién ha traído al Leónidas? El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo
había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se
acercó.
—
¡Qué pasa conmigo! — dijo. Mirando al Cojo fijamente. — No necesito que me
traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando
pretextos para no pelear, dijo. El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que
iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero. — No se meta,
viejo — dijo el cojo amablemente. — No voy a pelearme con usted. — No creas que
estoy tan viejo — dijo Leonidas. — He revolcado a muchos que eran mejores que
tú. — Está bien, viejo —dijo el Cojo.— Le creo. —Se dirigió a mí:— ¿Están
listos? — Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos. El
Cojo se rió. — Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo
hoy. No te preocupes. Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también.
El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y
yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un
estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo. — ¿Tienes fósforos, viejo?
Leónidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela
le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la
navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso. — Está
bien — dije. Chunga caminó entre Leónidas y yo. Cuando llegamos entre los
otros. Briseño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían
instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de
León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briseño,
que sudaba. — ¿Quién le dijo a usted que viniera? — preguntó Justo,
severamente. — Nadie me dijo. — afirmó Leónidas, en voz alta. — Vine porque
quise. ¿Va usted a tomarme cuentas? Justo no contestó. Le hice una señal y le
mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la
arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió. —
Perdón — dije, palpando la arena en busca de la navaja. — Se me escapó. Aquí
está.
—Las
gracias se te van a quitar pronto — dijo Chunga. Luego, como había hecho yo, al
resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin
decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacía "La Balsa".
Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales
cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de
nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la
ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos
o rebuznos. — ¡Listos! — exclamó una voz, del otro lado. — ¡Listos! — grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo
movimientos y murmullos; luego, una sombra renqueante se deslizó hasta el
centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el
suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la
vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se
desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano.
Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El
Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado. — No te
le acerques ni un momento. — El viejo hablaba despacio, con voz levemente
temblorosa. — Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado
con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa
firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre... Justo escuchó a Leónidas con la
cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco.
Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el
brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza
levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve
trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los
ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano
derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la
oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a
pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de
dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la
arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando,
comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició
sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los
hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus
posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el
codo hacía fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el
brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado
como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían,
sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los
dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión,
como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un
salto hacía delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío
del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que
era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno
del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más
intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas
sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la
mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo
vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un
segundo, como un muñeco de resortes. — Ya está — murmuró Briceño. — lo rasgó. —
En el hombro — dijo Leonidas. — Pero apenas. Sin haber dado un grito, firme en
su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba
a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la
manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil
tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo,
pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo,
siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo
perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la
manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado
hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las
dos halló sólo el vacío. "No te acerques tanto". Dijo Leónidas, junto
a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la
sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo
como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y
arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos
estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados
y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido
a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca,
otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla
invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie
derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos
atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido
en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes,
formaban un solo cuerpo. "¡Sal de ahí!", dijo Leónidas muy despacio.
"¿Por qué demonios peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la
ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a
brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa
al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los
amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo,
estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar
al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el
otro,
automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver
las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de
ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo
incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su
nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo
con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios
húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo
abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas,
ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la
impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire,
recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La
salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó
indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a
nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el
gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche
que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban
como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto
tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin
distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué
garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces,
en el aire, temblando hacía el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los
costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y
aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando
tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió,
cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron
despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma
violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos,
dijo la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el
Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la
embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena,
revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta
vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del
río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacía ellos cuando, quizá adivinando
mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído,
cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo. En el forcejeo, habían perdido
hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de
muchos vértices. "Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió
algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando
todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre,
como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie,
el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo
de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no
hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las
tinieblas.
—
¡Julián! — grito el Cojo. — ¡Dile que se rinda! Me volví a mirar a Leonidas,
pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión
atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras
del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo
descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas
fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa
acometida sentimental e inútil, saltando hacía atrás: — ¡Don Leónidas! —gritó
de nuevo con acento furioso e implorante.— ¡Dígale que se rinda! — ¡Calla y
pelea! — bramó Leónidas, sin vacilar. Justo había intentado nuevamente un
asalto, pero nosotros, sobre todo Leónidas, que era viejo y había visto muchas
peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no
tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la
angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta
los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento,
hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la
tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había
retirado hacía los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar.
Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía
mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre
desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío,
de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con
cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leónidas,
que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin
mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un
ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba
la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. — No llore, viejo — dijo
León. — No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la
altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté. — ¿Lo llevamos a su casa,
don Leonidas? — Sí — dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera
escuchado lo que le decía.
—¿
Seguimos ? —dijo David. Juan asintió. El camino era una angosta cuesta y los
animales trepaban con dificultad, resbalando constantemente en las piedras,
húmedas aún por las lluvias de los últimos días. Los hermanos iban silenciosos.
Una delicada e invisible garúa les salió al encuentro a poco de partir, pero
cesó pronto. Oscurecía cuando avistaron las grutas, el cerro chato y estirado
como una lombriz que todos conocen con el nombre de Cerro de los Ojos.
—¿Quieres que veamos si está ahí? –preguntó Juan. —No vale la pena. Estoy
seguro que no se ha movido de la cascada. El sabe que por aquí podrían verlo,
siempre pasa alguien por el camino. —Como quieras —dijo Juan. Y un momento
después preguntó: —¿Y si hubiera mentido el tipo ese? —¿Quién? —El que nos dijo
que lo vio. —¿Leandro? No, no se atrevería a mentirme a mí. Dijo que está
escondido en la cascada y es seguro que ahí está. Ya verás. Continuaron
avanzando hasta entrada la noche. Una sábana negra los envolvió y, en la
oscuridad, el desamparo de esa solitaria región sin árboles ni hombres era
visible sólo en el silencio que se fue acentuando hasta convertirse en una
presencia semicorpórea. Juan, inclinado sobre el pescuezo de su cabalgadura,
procuraba distinguir la incierta huella del sendero. Supo que habían alcanzado
la cumbre cuando, inesperadamente, se hallaron en terreno plano. David indicó que
debían continuar a pie. Desmontaron, amarraron— los animales a unas rocas. El
hermano mayor tiró de las crines de su caballo, lo palmeó varias veces en el
lomo y murmuró a su oído: —Ojalá no te encuentre helado, mañana. —¿Vamos a
bajar ahora? —preguntó Juan.
—Sí
—repuso David—. ¿No tienes frío? Es preferible esperar el día en el
desfiladero. Allá descansaremos. ¿Te da miedo bajar a oscuras? —No. Bajemos, si
quieres. Iniciaron el descenso de inmediato. David iba adelante, llevaba una
pequeña linterna y la columna de luz oscilaba entre sus pies y los de Juan, el
círculo dorado se detenía un instante en el sitio que debía pisar el hermano
menor. A los pocos minutos, Juan transpiraba abundantemente y las rocas ásperas
de la ladera habían llenado sus manos de rasguños. Sólo veía el disco iluminado
frente a él, pero sentía la respiración de su hermano y adivinaba sus
movimientos: debía avanzar sobre el resbaladizo declive muy seguro de sí mismo,
sortear los obstáculos sin dificultad. El, en cambio, antes de cada paso,
tanteaba la solidez del terreno y buscaba un apoyo al que asirse; aun así, en
varias ocasiones estuvo a punto de caer. Cuando llegaron a la sima, Juan pensó
que el descenso tal vez había demorado varias horas. Estaba exhausto y, ahora,
oía muy cerca el ruido de la cascada. Esta era una grande y majestuosa cortina
de agua que se precipitaba desde lo alto, retumbando como los truenos, sobre
una laguna que alimentaba un riachuelo. Alrededor de la laguna había musgo y
hierbas todo el año y esa era la única vegetación en veinte kilómetros a la
redonda. —Aquí podemos descansar —dijo David. Se sentaron uno junto al otro. La
noche estaba fría, el aire húmedo, el cielo cubierto. Juan encendió un
cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero sin sueño. Sintió a su hermano estirarse
y bostezar; poco después dejaba de moverse, su respiración era más suave y
metódica, de cuando en cuando emitía una especie de murmullo. A su vez, Juan
trató de dormir. Acomodó su cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e
intentó despejar su cerebro, sin conseguirlo. Encendió otro cigarrillo. Cuando
había llegado a la hacienda, tres meses atrás, hacía dos años que no veía a sus
hermanos. David era el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño, pero
Leonor había cambiado, ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas
de La Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta,
de gestos primitivos, y su belleza tenía, como la naturaleza que la rodeaba,
algo de brutal. En sus ojos había aparecido un intenso fulgor. Juan sentía un
mareo que empañaba sus ojos, un vacío en el estómago, cada vez que asociaba la
imagen de aquel que buscaban al recuerdo de su hermana, y como arcadas de
furor. En la madrugada de ese día, sin embargo, cuando vio a Camilo cruzar el descampado
que separaba la casa—hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había
vacilado. —Salgamos sin hacer ruido —había dicho David—. No conviene que la
pequeña se despierte.
Estuvo
con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la cordillera,
mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa—hacienda y en el
abandonado camino que flanqueaba los sembríos; casi no sentía la maraña zumbona
de mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre él, y herían, en todos los
lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la
montaña, el ahogo desapareció. No era un buen jinete y el precipicio,
desplegado como una tentación terrible al borde del sendero que parecía una
delgada serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada
paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vértigo que creía
inminente. -¡Mira! Juan se estremeció. —Me has asustado —dijo—. Creía que
dormías. -¡Cállate! Mira. —¿Qué? —Allá. Mira. A ras de tierra, allí donde
parecía nacer el estruendo de la cascada, había una lucecita titilante. —Es una
fogata —dijo David—. Juro que es él. Vamos. —Esperemos que amanezca –susurró
Juan: de golpe su garganta se había secado y le ardía—. Si se echa a correr, no
lo vamos a alcanzar nunca en estas tinieblas. —No puede oírnos con el ruido
salvaje del agua —respondió David, con voz firme, tomando a su hermano del
brazo—. Vamos. Muy despacio, el cuerpo inclinado como para saltar, David
comenzó a deslizarse pegado al cerro. Juan iba a su lado, tropezando, los ojos
clavados en la luz que se empequeñecía y agrandaba como si alguien estuviese
abanicando la llama. A medida que los hermanos se acercaban, el resplandor de
la fogata les iban descubriendo el terreno inmediato, pedruscos, matorrales, el
borde de la laguna, pero no una forma humana. Juan estaba seguro ahora, sin
embargo, que aquel que perseguían estaba allí, hundido en esas sombras, en un
lugar muy próximo a la luz. —Es él —dijo David—. ¿Ves?
Un
instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil oscuro y
huidizo que buscaba calor. —¿Qué hacemos? —murmuró Juan, deteniéndose. Pero
David no estaba ya a su lado, corría hacía el lugar donde había surgido ese
rostro fugaz. Juan cerró los ojos, imaginó al indio en cuclillas, sus manos
alargadas hacía el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la
hoguera: de pronto algo le caía encima y ‚l atinaba a pensar en un animal,
cuando sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió
sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de la
sombra, seguro que ni siquiera intentó defenderse, a lo más se encogería como
un caracol para hacer menos vulnerable su cuerpo y abriría mucho los ojos,
esforzándose por ver en las tinieblas al asaltante. Entonces, reconocería su
voz: "¿qué has hecho, canalla?", "¿qué has hecho, perro?".
Juan oía a David y se daba cuenta que lo estaba pateando, a veces sus puntapiés
parecían estrellarse no contra el indio sino en las piedras de la ribera; eso
debía encolerizarlo más. Al principio, hasta Juan llegaba un gruñido lento,
como si el indio hiciera gárgaras, pero después sólo oyó la voz enfurecida de
David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano derecha
el revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó que
si disparaba podía matar también a su hermano, pero no guardó el arma y, al
contrario, mientras avanzaba hacía la fogata, sintió una gran serenidad.
-¡Basta, David! —gritó—. Tírale un balazo. Ya no le pegues. No hubo respuesta.
Ahora Juan no los veía, el indio y su hermano, abrazados, habían rodado fuera
del anillo iluminado por la hoguera. No los veía, pero escuchaba el ruido seco
de los golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello. —David —gritó Juan—,
sal de ahí. Voy a disparar. Presa de intensa agitación, segundos después
repitió —Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar Tampoco hubo respuesta.
Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupefacto, pero de
inmediato continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibración metálica
del percutor al golpear la cacerina vacía. Permaneció inmóvil, no sintió que el
revólver se desprendía de sus manos y caía a sus pies. El ruido de la cascada
había desaparecido, un temblor recorría todo su cuerpo, su piel estaba bañada
de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó:
-¡David!
—Aquí estoy, animal —contestó a su lado, una voz asustada y colérica—. ¿Te das
cuenta que has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco? Juan giró
sobre sus talones, las manos extendidas y abrazó a su hermano. Pegado a él,
balbuceaba cosas incomprensibles, gemía y no parecía entender las palabras de
David, que trataba de calmarlo. Juan estuvo un rato largo repitiendo
incoherencias, sollozando. Cuando se calmó, recordó al indio: —¿Y ese, David?
—¿Ese? —David había recobrado su aplomo, hablaba con voz firme—. ¿Cómo crees
que está? La hoguera continuaba encendida, pero alumbraba muy débilmente. Juan
cogió el leño más grande y buscó al indio. Cuando lo encontró, estuvo
observando un momento con ojos fascinados y luego el leño cayó a tierra y se
apagó. —¿Has visto, David? —Sí, he visto. Vámonos de aquí.
Juan
estaba rígido y sordo, como en un sueño sintió que David lo arrastraba hacía el
cerro. La subida les tomó mucho tiempo. David sostenía con una mano la linterna
y con la otra a Juan, que parecía de trapo: resbalaba aún en las piedras más
firmes y se escurría hasta el suelo, sin reaccionar. En la cima se desplomaron,
agotados. Juan hundió la cabeza en sus brazos y permaneció tendido, respirando
a grandes bocanadas. Cuando se incorporó, vio a su hermano, que lo examinaba a
la luz de la linterna. —Te has herido —dijo David—. Voy a vendarte. Rasgó en
dos su pañuelo y con cada uno de los retazos vendó las rodillas de Juan, que
asomaban a través de los desgarrones del pantalón, bañadas en sangre. —Esto es
provisional —dijo David—. Regresemos de una vez. Puede infectarse. No estás
acostumbrado a trepar cerros. Leonor te curará. Los caballos tiritaban y sus
hocicos estaban cubiertos de espuma azulada. David los limpió con su mano, los
acarició en el lomo y en las ancas, chasqueó tiernamente la lengua junto a sus
orejas. "Ya vamos a entrar en calor", les susurró. Cuando montaron,
amanecía. Una claridad débil abarcaba el contorno de los cerros y una laca
blanca se extendía por el entrecortado horizonte, pero los abismos continuaban
sumidos en la oscuridad. Antes de partir, David tomó un largo trago de su
cantimplora y la alcanzó a Juan, que no quiso beber. Cabalgaron toda la mañana
por un paisaje hostil, dejando a los animales imprimir a su capricho el ritmo
de la marcha. Al mediodía, se detuvieron y prepararon café. David comió algo
del queso y las habas que Camilo había colocado en las alforjas. Al anochecer
avistaron dos maderos que formaban un aspa. Colgaba de ellos una tabla donde se
leía: La Aurora. Los caballos relincharon: reconocían la señal que marcaba el
límite de la hacienda. —Vaya —dijo David—. Ya era hora. Estoy rendido. ¿Cómo
van esas rodillas? Juan no contestó. —¿Te duelen? —insistió David. —Mañana me
largo a Lima —dijo Juan. —¿Qué cosa? —No volveré a la hacienda. Estoy harto de
la sierra. Viviré siempre en la ciudad. No quiero saber nada con el campo.
Juan
miraba al frente, eludía los ojos de David que lo buscaban. —Ahora estás
nervioso —dijo David—. Es natural. Ya hablaremos después. —No——dijo Juan——.
Hablaremos ahora. —Bueno —dijo David, suavemente—. ¿Qué te pasa? Juan se volvió
hacía su hermano, tenía el rostro demacrado, la voz hosca. —¿Qué me pasa? ¿Te
das cuenta de lo que dices? ¿Te has olvidado del tipo de la cascada? Si me
quedo en la hacienda voy a terminar creyendo que es normal hacer cosas así. Iba
a agregar "como tú", pero no se atrevió. —Era un perro infecto —dijo
David—. Tus escrúpulos son absurdos. ¿Acaso te has olvidado lo que le hizo a tu
hermana? El caballo de Juan se plantó en ese momento y comenzó a corcovear y
alzarse sobre las patas traseras. —Se va a desbocar, David —dijo Juan. —Suéltale
las riendas. Lo estás ahogando. Juan aflojó las riendas y el animal se calmó.
—No me has respondido——dijo David——. ¿Te has olvidado por qué fuimos a
buscarlo? —No —contestó Juan—. No me he olvidado. Dos horas después llegaban a
la cabaña de Camilo, construida sobre un promontorio, entre la casa—hacienda y
las cuadras. Antes que los hermanos se detuvieran, la puerta de la cabaña se
abrió y en el umbral apareció Camilo. El sombrero de paja en la mano, la cabeza
respetuosamente inclinada, avanzó hacía ellos y se paró entre los dos caballos,
cuyas riendas sujetó. —¿Todo bien? —dijo David. Camilo movió la cabeza
negativamente. —La niña Leonor...
—¿Que
le ha pasado a Leonor? —lo interrumpió Juan, incorporándose en los estribos. En
su lenguaje pausado y confuso, Camilo explicó que la niña Leonor, desde la
ventana de su cuarto, había visto partir a los hermanos en la madrugada y que,
cuando ellos se hallaban apenas a unos mil metros de la casa, había aparecido
en el descampado, con botas y pantalón de montar, ordenando a gritos que le
prepararan su caballo. Camilo, siguiendo las instrucciones de David, se negó a
obedecerla. Ella misma, entonces, entró decididamente a las cuadras y, como un
hombre, alzó con sus brazos la montura, las mantas y los aperos sobre el Colorado,
el más pequeño y nervioso animal de La Aurora que era su preferido. Cuando se
disponía a montar, las sirvientas de la casa y el propio Camilo la habían
sujetado; durante mucho rato soportaron los insultos y los golpes de la niña,
que, exasperada, se debatía y suplicaba y exigía que la dejaran marchar tras
sus hermanos. -¡Ah, me las pagará! —dijo David—. Fue Jacinta, estoy seguro. Nos
oyó hablar esa noche con Leandro, cuando servía la mesa. Ella ha sido. La niña
había quedado muy impresionada, continuó Camilo. Luego de injuriar y arañar a
las criadas y a él mismo, comenzó a llorar a grandes voces, y regresó a la
casa. Allí permanecía, desde entonces, encerrada en su cuarto. Los hermanos
abandonaron los caballos a Camilo y se dirigieron a la casa. —Leonor no debe
saber una palabra —dijo Juan. —Claro que no —dijo David—. Ni una palabra.
Leonor supo que habían llegado por el ladrido de los perros. Estaba semidormida
cuando un ronco gruñido cortó la noche y bajo su ventana pasó, como una
exhalación, un animal acezante. Era Spoky, advirtió su carrera frenética y sus
inconfundibles aullidos. En seguida escuchó el trote perezoso y el sordo rugido
de Domitila, la perrita preñada. La agresividad de los perros terminó
bruscamente, a los ladridos sucedió el jadeo afanoso con que recibían siempre a
David. Por una rendija vio a sus hermanos acercarse a la casa y oyó el ruido de
la puerta principal que se abría y cerraba. Esperó que subieran la escalera y
llegaran a su cuarto. Cuando abrió, Juan estiraba la mano para tocar. —Hola,
pequeña —dijo David.
Dejó
que la abrazaran y les alcanzó la frente, pero ella no los besó. Juan encendió
la lámpara. —¿Por qué no me avisaron? Han debido decirme. Yo quería
alcanzarlos, pero Camilo no me dejó. Tienes que castigarlo, David, si vieras
cómo me agarraba, es un insolente y un bruto. Yo le rogaba que me soltara y él
no me hacía caso. Había comenzado a hablar con energía, pero su voz se quebró.
Tenía los cabellos revueltos y estaba descalza. David y Juan trataban de
calmarla, le acariciaban los cabellos, le sonreían, la llamaban pequeñita. —No
queríamos inquietarte —explicaba David—. Además, decidimos partir a última
hora. Tú dormías ya. —¿Qué ha pasado? —dijo Leonor. Juan cogió una manta del
lecho y con ella cubrió a su hermana. Leonor había dejado de llorar. Estaba
pálida, tenía la boca entreabierta y su mirada era ansiosa. —Nada —dijo David—.
No ha pasado nada. No lo encontramos. La tensión desapareció del rostro de
Leonor, en sus labios hubo una expresión de alivio. —Pero lo encontraremos
—dijo David. Con un gesto vago indicó a Leonor que debía acostarse. Luego dio
media vuelta. —Un momento, no se vayan —dijo Leonor. Juan no se había movido.
—¿Sí? —dijo David—. ¿Qué pasa, chiquita? —No lo busquen mas a ese. —No te
preocupes —dijo David—, olvídate de eso. Es un asunto de hombres. Déjanos a
nosotros. Entonces Leonor rompió a llorar nuevamente, esta vez con grandes
aspavientos. Se llevaba las manos a la cabeza, todo su cuerpo parecía
electrizado, y sus gritos alarmaron a los perros, que comenzaron a ladrar al
pie de la ventana. David le indicó a Juan con un gesto que interviniera, pero
el hermano menor permaneció silencioso e inmóvil.
—Bueno,
chiquita —dijo David—. No llores. No lo buscaremos. —Mentira. Lo vas a matar.
Yo te conozco. —No lo haré —dijo David—. Si crees que ese miserable no merece
un castigo... —No me hizo nada —dijo Leonor, muy rápido, mordiéndose los
labios. —No pienses más en eso —insistió David—. Nos olvidaremos de él.
Tranquilízate, pequeña. Leonor seguía llorando, sus mejillas y sus labios
estaban mojados y la manta había rodado al suelo. —No me hizo nada —repitió—.
Era mentira. —¿Sabes lo que dices? —dice David. —Yo no podía soportar que me
siguiera a todas partes —balbuceaba Leonor—. Estaba tras de mí todo el día, como
una sombra. —Yo tengo la culpa —dijo David, con amargura—. Es peligroso que una
mujer ande suelta por el campo. Le ordené que te cuidara. No debí fiarme de un
indio. Todos son iguales. —No me hizo nada, David —clamó Leonor—. Créeme, te
estoy diciendo la verdad. Pregúntale a Camilo, él sabe que no pasó nada. Por
eso lo ayudó a escaparse. ¿No sabías eso? Sí, él fue. Yo se lo dije. Sólo
quería librarme de él, por eso inventé esa historia. Camilo sabe todo,
pregúntale. Leonor se secó las mejillas con el dorso de la mano. Levantó la
manta y la echó sobre sus hombros. Parecía haberse librado de una pesadilla.
—Mañana hablaremos de eso —dijo David—. Ahora estamos cansados. Hay que dormir.
—No —dijo Juan. Leonor descubrió a su hermano muy cerca de ella: había olvidado
que Juan también se hallaba allí. Tenía la frente llena de arrugas, las aletas
de su nariz palpitaban como el hociquito de Spoky.
—Vas
a repetir ahora mismo lo que has dicho —le decía Juan, de un modo extraño— .
Vas a repetir cómo nos mentiste. —Juan —dijo David—. Supongo que no vas a
creerle. Ahora es que trata de engañarnos. —He dicho la verdad —rugió Leonor;
miraba alternativamente a los hermanos—. Ese día le ordené que me dejara sola y
no quiso. Fui hasta el río y él detrás de mí. Ni siquiera podía bañarme
tranquila. Se quedaba parado, mirándome torcido, como los animales. Entonces
vine y les conté eso. —Espera, Juan —dijo David—. ¿Dónde vas? Espera. Juan
había dado media vuelta y se dirigía hacía la puerta; cuando David trató de
detenerlo, estalló. Como un endemoniado comenzó a proferir improperios: trató
de puta a su hermana y a su hermano de canalla y de déspota, dio un violento
empujón a David que quería cerrarle el paso, y abandonó la casa a saltos,
dejando un reguero de injurias. Desde la ventana, Leonor y David lo vieron
atravesar el descampado a toda carrera, vociferando como un loco, y lo vieron
entrar a las cuadras y salir poco después montando a pelo el Colorado. El
mañoso caballo de Leonor siguió dócilmente la dirección que le indicaban los
inexpertos puños que tenían sus riendas; caracoleando con elegancia, cambiando
de paso y agitando las crines rubias de la cola como un abanico, llegó hasta el
borde del camino que conducía, entre montañas, desfiladeros y extensos
arenales, a la ciudad. Allí se rebeló. Se irguió de golpe en las patas traseras
relinchando, giró como una bailarina y regresó al descampado, velozmente. —Lo
va a tirar —dijo Leonor. —No —dijo David, a su lado—. Fíjate. Se sostiene.
Muchos indios habían salido a las puertas de las cuadras y contemplaban,
asombrados, al hermano menor que se mantenía increíblemente seguro sobre el
caballo y a la vez taconeaba con ferocidad sus ijares y le golpeaba la cabeza
con uno de sus puños. Exasperado por los golpes, el Colorado iba de un lado a
otro, encabritado, brincaba, emprendía vertiginosas y brevísimas carreras y se
plantaba de golpe, pero el jinete parecía soldado a su lomo. Leonor y David lo
veían aparecer y desaparecer, firme como el más avezado de los domadores, y
estaban mudos, pasmados. De pronto, el Colorado se rindió: su esbelta cabeza
colgando hacía el suelo, como avergonzado, se quedó quieto, respirando
fatigosamente. En ese momento creyeron que regresaba; Juan dirigió el animal
hacía la casa y se detuvo ante la puerta, pero no desmontó. Como si recordara
algo, dio media vuelta y a trote corto marchó derechamente hacía esa
construcción que llamaban La Mugre. Allí bajó
DÍA DOMINGO.
Contuvo
un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy
rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente,
como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez
resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él
y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana
de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los
momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente
que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún:
"Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras
cómo te odio!". Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora
con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los
codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y
saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada,
tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más
remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás,
Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años,
al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y
la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus
de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no,
me friego." Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo.
Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto
le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella
humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo." Ella acababa de
retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases
radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de
espuma. —Flora —balbuceó—, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te
conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había
conocido una muchacha como tú. Otra vez una compacta mancha blanca en su
cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y
las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente,
con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de
describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que
llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el
segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se
miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un
brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan
hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y el podía ver el nacimiento de su
cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación pequeñitos y perfectos.
—Mira,
Miguel —dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura—. No puedo
contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine
el colegio. —Todas las mamás dicen lo mismo, Flora —insistió Miguel—. ¿Cómo iba
a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos. —Ya te
contestaré, primero tengo que pensarlo –dijo Flora, bajando los ojos. Y después
de unos segundos añadió—: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y
lo ablandaba. —¿No estás enojada conmigo, Flora, no? —dijo humildemente. —No
seas sonso —replicó ella, con vivacidad—. No estoy enojada. —Esperaré todo lo que
quieras —dijo Miguel—. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta
tarde, no? —Esta tarde no puedo —dijo ella, dulcemente—. Me ha invitado a su
casa Martha. Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido,
atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad.
Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado
en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén
relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las
circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus
servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus
manos de golpe. —No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré
de esto. Te prometo. —No puedo, de veras —dijo Flora—. Tengo que ir donde
Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque
Salazar. Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza. Un rato
después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita
celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible
competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de las
muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada,
estaba derrotado. Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre
que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo
negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval,
a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el
sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían.
Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de
sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido
de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba
delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media
esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo.
En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle
una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.
Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la
puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió
directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama; en la tibia oscuridad,
entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha —"Te
quiero, Flora", dijo él en voz alta— y luego Rubén, con su mandíbula
insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los
ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba
hacía Flora. Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro
ojeroso, lívido. "No la veré decidió. No me hará esto, no permitiré que me
haga esa perrada." La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el
paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió
frío; había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para
protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los
ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio
valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los
vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del
fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo
descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacía Rubén, los
rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los
hombres sí sabía comportarse. —Hola —les dijo, acercándose—. ¿Qué hay de nuevo?
—Siéntate —le alcanzó una silla el Escolar—. ¿Qué milagro te ha traído por
aquí? —Hace siglos que no venías —dijo Francisco. —Me provocó verlos —dijo
Miguel, cordialmente—. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no
soy un pajarraco? Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al
frente.
-¡Cuncho!
—gritó el Escolar—. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento. Cuncho trajo el
vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los
pajarracos" y bebió. —Por poco te tomas el vaso también —dijo Francisco—.
¡Qué ímpetus! —Apuesto a que fuiste a misa de una —dijo el Melanés, un párpado
plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo——. ¿O no?
—Fui —dijo Miguel, imperturbable—. Pero sólo para ver a una hembrita. Nada más.
Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba
con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes,
silbaba La niña Popof, de Pérez Prado. -¡Buena! —aplaudió el Melanés—. Buena,
don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita? —Eso es un secreto. —Entre los pajarracos
no hay secretos —recordó Tobías—. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era? —Qué
te importa —dijo Miguel. —Muchísimo —dijo Tobías—. Tengo que saber con quien
andas para saber quién eres. —Toma mientras —dijo el Melanés a Miguel—. Una a
cero. —¿A que adivino quién es? —dijo Francisco—. ¿Ustedes no? —Yo ya sé —dijo
Tobías. —Y yo —dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy
inocentes—. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es? —No —dijo Rubén, con frialdad—. Y
tampoco me importa. —Tengo llamitas en el estómago —dijo el Escolar—. ¿Nadie va
a pedir una cerveza? El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:
—I
haven't money, darling —dijo. —Pago una botella —anunció Tobías, con ademán
solemne—. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.
—Cuncho, bájate media docena de Cristales —dijo Miguel. Hubo gritos de júbilo,
exclamaciones. —Eres un verdadero pajarraco —afirmó Francisco. —Sucio,
pulguiento —agregó el Melanés—, sí, señor, un pajarraco de la pitri—mitri.
Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias
sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y
Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía
de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la avenida
Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de
dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan?; simulando
gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado
hacía el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el
tapiz del espaldar. —Lo hacía porque yo estaba ahí —afirmó el Escolar—. Quería
lucirse. —Es un retrasado mental —dijo Francisco—. Esas cosas se hacen a los
diez años. A su edad, no tiene gracia. —Tiene gracia lo que pasó después —rió
el Escolar—. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?
—¿Qué? —dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos
espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta. —Con su navaja —dijo
el Escolar—. Fíjese cómo le ha dejado el asiento. El cachalote logró salir por
fin. Echó a correr por la avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando:
agarren a ese desgraciado. —¿Lo agarró? —preguntó el Melanés. —No sé. Yo
desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.
Sacó
de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las
botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie. —Me voy —dijo—.
Ya nos vemos. —No te vayas —dijo Miguel—. Estoy rico hoy día. Los invito a
almorzar a todos. Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le
agradecieron con estruendo, lo alabaron. —No puedo —dijo Rubén—. Tengo que
hacer. —Anda vete nomás, buen mozo —dijo Tobías—. Y salúdame a Marthita. —Pensaremos
mucho en ti, cuñado —dijo el Melanés. —No —exclamó Miguel—. Invito a todos o a
ninguno. Si se va Rubén, nada. —Ya has oído, pajarraco Rubén —dijo Francisco—,
tienes que quedarte. —Tienes que quedarte —dijo el Melanés—, no hay tutías. —Me
voy —dijo Rubén. —Lo que pasa es que estás borracho —dijo Miguel—. Te vas
porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que
pasa. —¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? —dijo Rubén—. ¿Cuántas
te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces
más que tú. —Resistías —dijo Miguel—. Ahora está difícil. ¿ Quieres ver? —Con
mucho gusto —dijo Rubén—. ¿ Nos vemos a la noche, aquí mismo? —No. En este
momento. —Miguel se volvió hacía los demás, abriendo los brazos— Pajarracos,
estoy haciendo un desafío. Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba
intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a
Rubén sentarse, pálido. -¡Cuncho! —gritó Tobías—. El menú. Y dos piscinas de
cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.
Pidieron
bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas
para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando
apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero
el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba
en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato
que Cuncho había retirado los platos. —Ordena tú —dijo Miguel a Rubén. —Otras
tres por cabeza. Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que
los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía. —Me
hago pis —dijo—. Voy al baño. Los pajarracos rieron. —¿ Te rindes ? —preguntó
Rubén. —Voy a hacer pis —gritó Miguel—. Si quieres, que traigan más. En el
baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda
señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar,
se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos. —Salud
——dijo Rubén, levantando el vaso. "Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo
fregué." —Huele a cadáver——dijo el Melanés——. Alguien se nos muere por
aquí. —Estoy nuevecito —aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.
—Salud —repetía Rubén. Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago
parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa
mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de
largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de
Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico. —¿Te rindes,
mocoso?
Miguel
se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara,
intervino el Escolar. —Los pajarracos no pelean nunca —dijo, obligándolos a
sentarse—. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación. El Melanés, Francisco y
Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana. —Yo ya había ganado —dijo
Rubén—. Este no puede ni hablar. Mírenlo. Efectivamente, los ojos de Miguel
estaban vidriosos, tenia la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de
saliva. —Cállate —dijo el Escolar—. Tú no eres un campeón que digamos, tomando
cerveza. —No eres un campeón tomando cerveza —subrayó el Melanés—. Sólo eres un
campeón de natación, el trome de las piscinas. —Mejor tú no hables —dijo
Rubén——; ¿no ves que la envidia te corroe? —Viva la Esther Williams de
Miraflores —dijo el Melanés. —Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar——dijo
Rubén—. ¿No quieres que te dé una clases? —Ya sabemos, maravilla —dijo el
Escolar—. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren
por ti. Eres un campeoncito. —Este no es campeón de nada —dijo Miguel, con
dificultad—. Es pura pose. —Te estás muriendo —dijo Rubén—. ¿Te llevo a tu
casa, niñita? —No estoy borracho —aseguró Miguel—. Y tú eres pura pose. —Estás
picado porque le voy a caer a Flora —dijo Rubén——. Te mueres de celos. ¿Crees
que no capto las cosas? —Pura pose —dijo Miguel—. Ganaste porque tu padre es
Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al
Conejo Villarán, sólo por eso ganaste. —Por lo menos nado mejor que tú —dijo
Rubén—, que ni siquiera sabes correr olas.
—Tú
no nadas mejor que nadie —dijo Miguel—. Cualquiera te deja botado. —Cualquiera
—dijo el Melanés—. Hasta Miguel, que es una madre. —Permítanme que me sonría
—dijo Rubén. —Te permitimos —dijo Tobías—. No faltaba más. —Se me sobran porque
estamos en invierno —dijo Rubén—. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver
si en el agua son tan sobrados. —Ganaste el campeonato por tu padre —dijo
Miguel—. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con
toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras. —En la playa —dijo
Rubén—. Ahora mismo. —Eres pura pose —dijo Miguel. El rostro de Rubén se
iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.
—Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón —dijo. —Pura pose —dijo
Miguel. —Si ganas —dijo Rubén—, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo
gano tú te vas con la música a otra parte. —¿Qué te has creído? —balbuceó
Miguel—. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído? —Pajarracos —dijo Rubén,
abriendo los brazos—, estoy haciendo un desafío. —Miguel no está en forma ahora
—dijo el Escolar—. ¿ Por qué no se juegan a Flora a cara o sello? —Y tú por qué
te metes —dijo Miguel—. Acepto. Vamos a la playa. —Están locos —dijo
Francisco—. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.
—Ha
aceptado —dijo Rubén—. Vamos. —Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se
meten la lengua al bolsillo —dijo Melanés—. Vamos a la playa. Y si no se
atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros. —Los dos están borrachos
—insistió el Escolar—. El desafío no vale. —Cállate, Escolar —rugió Miguel—. Ya
estoy grande, no necesito que me cuides. —Bueno —dijo el Escolar, encogiendo
los hombros—. Friégate, nomás. Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera
quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco,
el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había
algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de
salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su
alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro.
Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la
excitación los iba ganando, poco a poco. —¿Ya se te pasó? —dijo el Escolar. —Si
—respondió Miguel—. El aire me ha hecho bien. En la esquina de la avenida
Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea,
bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las
enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios.
Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó,
ceremonioso. —Hola, Rubén —cantaron ellas, a dúo. Tobías las imitó, aflautando
la voz: —Hola, Rubén, príncipe. La avenida Diagonal desemboca en una pequeña
quebrada que se bifurca; por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y
lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta
el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y
brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los
bañistas de muchísimos veranos.
—Entremos
en calor, campeones —gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo
imitaron. Corrían contra el viento y la delgada bruma que subían desde la
playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus
narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y
desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba
y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que
provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus
lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda
carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las
casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una
espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles
oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía. —Regresemos —dijo Francisco—.
Tengo frío. Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo.
Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja
hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve
cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la
espuma de las olas. —Me voy si este se rinde —dijo Rubén. —¿Quién habla de
rendirse? —repuso Miguel—. ¿Pero qué te has creído? Rubén bajó la escalerilla a
saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa. -¡Rubén! ——gritó el Escolar—.
¿Estás loco? ¡Regresa! Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los
siguió. En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado
contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el limite
curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba.
La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora
el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni
muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos
de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos antes de
regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de
playa, pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías
columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca,
apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento,
decorados por estalactitas y algas. —La reventazón no se ve —dijo Rubén—. ¿
Cómo hacemos ?
Estaban
en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres;
tenían los rostros serios. —Esperen hasta mañana —dijo el Escolar—. Al mediodía
estará despejado. Así podremos controlarlos. —Ya que hemos venido hasta aquí
que sea ahora —dijo el Melanés—. Pueden controlarse ellos mismos. —Me parece
bien —dijo Rubén—. ¿Y a ti? —También —dijo Miguel. Cuando estuvieron desnudos,
Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de
Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el
agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos
de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la
planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío
lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la
resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones
de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se
inclinó; tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola,
que venia sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de
trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la
escalera, Rubén se arrojó: los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por
la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse,
sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió
apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacía adentro; sus
brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban
trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y
esperó la próxima ola. Sabia que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse
como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las
piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue
azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor
mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor
que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del
mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas,
y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que
Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es
preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la
deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa
plancha liquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No
recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer
contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta
chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse
a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse —apenas si reventó
lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano—,
aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para
emerger de un solo impulso y continuar avanzando disimuladamente con las manos,
hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra
los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de
pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso
una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara,
llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas. Después de
atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a
Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en
cerquillo; tenia los dientes apretados. —¿Vamos? —Vamos. A los pocos minutos de
estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo
invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las
pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia,
insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara
sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza
para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión con la que hundía una vez
más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al
contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada
veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo,
sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que
planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía
estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y sólo atravesaban tumbos
recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de
sus brazos que en los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos
de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra,
brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen
de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que
había llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma
verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y
empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los
nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero
océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas
descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran
revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas,
mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.
Dejó
de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a
Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle "por
qué no descansamos un momento", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo
parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la
piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el
centro de un circulo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de
distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa
equivoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una
superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua. Entonces,
sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó ''fijo
que eso me ha debilitado". Al instante pareció que sus brazos y piernas
desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la
playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. "No llego a la
orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me
ganaste pero regresemos." Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto,
golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo
imperturbable que lo precedía. La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus
piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén
había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo,
cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenia muy
enrojecidas las pupilas y la boca abierta. —Creo que nos hemos torcido —dijo
Miguel—. Me parece que estamos nadando de costado a la playa. Sus dientes
castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo
observaba, tenso. —Ya no se ve la playa —dijo Rubén. —Hace mucho rato que no se
ve —dijo Miguel—. Hay mucha neblina. —No nos hemos torcido —dijo Rubén—. Mira.
Ya se ve la espuma. En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados
por una orla de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron,
en silencio. —Ya estamos cerca de la reventazón, entonces —dijo, al fin,
Miguel. —Si. Hemos nadado rápido. —Nunca había visto tanta neblina. —¿Estás muy
cansado? —preguntó Rubén.
—¿Yo?
Estás loco. Sigamos. Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén
había dicho "bueno, sigamos". Llegó a contar veinte brazadas antes de
decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenia la pierna derecha
semiinmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando,
gritó "¡Rubén!". Este seguía nadando. "¡Rubén, Rubén!".
Giró y comenzó a nadar hacía la playa, a chapotear más bien, con desesperación,
y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, seria bueno en el futuro, obedecería
a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber
confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver a una
hembrita" y tuvo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo,
ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales
lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En su angustia
surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre
Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce limites,
y mientras azotaba el mar con los brazos —sus piernas colgaban como plomadas
transversales—, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era
tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después
rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría
sacrificios y otras cosas, daría limosnas y Ahí descubrió que la vacilación y
el regateo en ese instante critico podían ser fatales y entonces sintió los
gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos
diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando:
"¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!". Quedó perplejo,
inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya;
sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba. —Tengo
calambre en el estómago —chillaba Rubén—. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo
que más quieras, no me dejes, hermanito. Flotaba hacía Rubén, y ya iba a
acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas
de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó pero los gritos lo
aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y
regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía,
gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme,
si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy
a jalar de la cabeza, no me toques". Se detuvo a una distancia prudente,
alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el
brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El
desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a
Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy
a morir, sálvame, Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto
cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos
en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenia la cara contraída por
el dolor, los labios plegados en una mueca insólita. —Hermanito —susurró
Miguel—, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes
así. Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos, movió la cabeza débilmente.
—Grita, hermanito —repitió Miguel—. Trata de estirarte. Voy a sobarte el
estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer. Su mano buscó bajo el agua,
encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte
del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y
Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!". Comenzó a nadar
de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo
los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que
escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces,
animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo
caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga.
Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después
podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra
él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato.
Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo,
lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la
dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse
del todo y con sus manos se frotaba también. —¿Estás mejor? —Si, hermanito, ya
estoy bien. Salgamos. Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban
sobre las piedras, inclinados hacía adelante para enfrentar la resaca,
insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados,
el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los
pajarracos, en pie en la galería de las mujeres, mirándolos. —Oye —dijo Rubén.
—Si.
—No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre
muy amigos, Miguel. No me hagas eso. —¿Crees que soy un desgraciado? —dijo
Miguel—. No diré nada, no te preocupes. Salieron tiritando. Se sentaron en la
escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos. —Ya nos íbamos a dar el
pésame a las familias —decía Tobías. —Hace más de una hora que están adentro
—dijo el Escolar—. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa? Hablando con calma, mientras
se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó: —Nada. Llegamos a la
reventón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una
puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en
ridículo. Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse,
llovieron las palmadas de felicitación. —Te estás haciendo un hombre —le decía
el Melanés. Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al
Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había
vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos
brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.
Los
arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco que sirve de
puerta o por entre los carrizos, la mirada resbala sobre una superficie blanca
y lánguida hasta encontrar el cielo. Detrás del tambo, la tierra es dura y
áspera, y a menos de un kilómetro comienzan los cerros bruñidos, cada uno más
alto que el anterior y estrechamente unidos; las cumbres se incrustan en las
nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose al
borde de la arena y creciendo sin tregua hasta desaparecer entre dos lomas, ya
muy lejos del tambo, está el bosque; matorrales, plantas salvajes y una hierba
seca y rampante que lo oculta todo, el terreno quebrado, las culebras, las
minúsculas ciénagas. Pero el bosque es sólo un anuncio de la selva, un
simulacro: acaba al final de una hondonada, al pie de una maciza montaña, tras
la cual se extiende la selva verdadera. Y doña Merceditas lo sabe; una vez,
hace años, trepó al vértice de esa montaña y contempló desde allí, con ojos
asombrados, a través de los manchones de nubes que flotaban a sus pies, la
plataforma verde, desplegada a lo ancho y a lo largo, sin un claro. Ahora, doña
Merceditas dormita echada sobre dos costales. La cabra, un poco más allá,
escarba la arena con el hocico, mastica empeñosamente una raja de madera o bala
al aire tibio de la tarde. De pronto, endereza las orejas y queda tensa. La
mujer entreabre los ojos —¿Qué pasa, Cuera? El animal tira de la cuerda que la
une a la estaca. La mujer se pone de pie, trabajosamente. A unos cincuenta
metros, el hombre se recorta nítido contra el horizonte, su sombra lo precede en
la arena. La mujer se lleva una mano a la frente como visera. Mira rápidamente
en torno; luego, queda inmóvil. El hombre está muy cerca; es alto, escuálido,
muy moreno; tiene el cabello crespo y los ojos burlones. Su camisa descolorida
flamea sobre el pantalón de bayeta, arremangado hasta las rodillas. Sus piernas
parecen dos tarugos negros. —Buenas tardes, señora Merceditas. —Su voz es
melodiosa y sarcástica. La mujer ha palidecido. —¿Qué quieres? —murmura. —¿Me
reconoce, no es verdad? Vaya, me alegro. Si usted es tan amable, quisiera comer
algo. Y beber. Tengo mucha sed.
—Ahí
adentro hay cerveza y fruta. —Gracias, señora Merceditas. Es usted muy
bondadosa. Como siempre. ¿Podría acompañarme? —¿Para qué? —La mujer lo mira con
recelo; es gorda y entrada en años, pero de piel tersa; va descalza—. Ya
conoces el tambo. -¡Oh! —dice el hombre, en tono cordial—. No me gusta comer
solo. Da tristeza. La mujer vacila un momento. Luego camina hacía el tambo,
arrastrando los pies dentro de la arena. Entra. Destapa una botella de cerveza.
—Gracias, muchas gracias, señora Merceditas. Pero prefiero leche. Ya que ha
abierto esa botella, ¿por qué no se la toma? —No tengo ganas. —Vamos, señora
Merceditas, no sea usted así. Tómesela a mi salud. —No quiero. La expresión del
hombre se agria. —¿Está sorda? Le he dicho que se tome esa botella. ¡Salud! La
mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños sorbos.
En el mostrador sucio y agujereado, brilla una jarra de leche. El hombre
espanta de un manotazo a las moscas que revolotean alrededor, alza la jarra y
bebe un largo trago. Sus labios quedan cubiertos por un bozal de nata que la
lengua, segundos después, borra ruidosamente. —¡Ah! —dice, relamiéndose—. Qué
buena estaba la leche, señora Merceditas. Fijo que es de cabra, ¿no? Me ha
gustado mucho. ¿Ya terminó la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud! La
mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una naranja.
—Oiga, señora Merceditas, no sea usted un viva. La cerveza se le está
derramando por el cuello. Le va a mojar su vestido. No desperdicie así las
cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa. ¡Salud!
El
hombre continúa repitiendo "salud" hasta que en el mostrador hay
cuatro botellas vacías. La mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe, se
sienta sobre un costal de fruta. -¡Dios mío! —dice el hombre—. ¡Qué mujer! Es
usted una borrachita, señora Merceditas. Perdone que se lo diga. —Esto que
haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo verás. —Tiene la
lengua algo trabada. —¿De veras? —dice el hombre, aburridamente—. A propósito,
¿a qué hora vendrá Numa? —¿Numa? -¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas,
cuando no quiere entender las cosas! ¿A qué hora vendrá? —Eres un negro sucio,
Jamaiquino. Numa te va a matar.
-¡No
diga esas palabras, señora Merceditas! —Bosteza—. Bueno, creo que tenemos
todavía para un rato. Seguramente hasta la noche. Vamos a echar un sueñecito,
¿le parece bien? Se levanta y sale. Va hacía la cabra. El animal lo mira con
desconfianza. La desata. Regresa al tambo haciendo girar la cuerda como una
hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece la perezosa,
lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local, maldiciendo.
Luego, avanza hacía el bosquecillo seguido por la cabra. Esta descubre a la
mujer tras de un arbusto, comienza a lamerla. El Jamaiquino ríe viendo las
miradas rencorosas que lanza la mujer a la cabra. Hace un simple ademán y doña
Merceditas se dirige al tambo. —De veras que es usted una mujer terrible, si señor.
¡Qué ocurrencias tiene! Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente
y la deposita sobre el mostrador. Se la queda mirando con malicia y, de pronto,
comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son rugosas y
anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro revela
desesperación. El mostrador es estrecho y, con los estremecimientos, doña
Merceditas se aproxima al canto: por fin rueda pesadamente al suelo. -¡Qué
mujer tan terrible, si señor! —repite—. Se hace la desmayada y me está espiando
con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas! La cabra, la cabeza metida
en la habitación, observa a la mujer, fijamente. El relincho de los caballos
sobreviene al final de la tarde; ya oscurece. La señora Merceditas levanta la cara
y escucha, los ojos muy abiertos. —Son ellos —dice el Jamaiquino. Se para de un
salto. Los caballos siguen relinchando y piafando. Desde la puerta del tambo,
el hombre grita, colérico:— ¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto loco?
En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño y
rechoncho: lleva botas de montar, su rostro suda. Mira cautelosamente. —¿Está
usted loco? —repite el Jamaiquino—. ¿Qué le pasa? —No me levantes la voz, negro
—dice el Teniente—. Acabamos de llegar. ¿Qué ocurre?
—¿Cómo
qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos. ¿No sabe usted su
oficio? El Teniente enrojece. —Todavía no estás libre, negro —dice—. Más
respeto. —Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se
los sienta. Y espere ahí. Yo le daré la señal. —El Jamaiquino despliega la boca
y la sonrisa que se dibuja en su rostro es insolente—. ¿No ve que ahora tiene
que obedecerme? El Teniente duda unos segundos. —Pobre de ti si no viene —dice.
Y, volviendo la cabeza, ordena—: Sargento Lituma, esconda los caballos. —A la
orden, mi Teniente —dice alguien detrás del cerro. Se oye ruido de cascos.
Luego, el silencio. —Así me gusta —dice El Jamaiquino—. Hay que ser obediente.
Muy bien, general. Bravo, comandante. Lo felicito, capitán. No se mueva de ese
sitio. Le daré el aviso. El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las
rocas. El Jamaiquino entra al tambo. Los ojos de la mujer están llenos de odio.
—Traidor —murmura—. Has venido con la policía. ¡Maldito! -¡Qué educación, Dios
mío, qué educación la suya, señora Merceditas! No he venido con la policía. He
venido solo. Me he encontrado con el Teniente aquí. A usted le consta. —Numa no
vendrá —dice la mujer—. Y los policías te llevarán de nuevo a la cárcel. Y
cuando salgas, Numa te matará. —Tiene usted malos sentimientos, señora
Merceditas, no hay duda. ¡Las cosas que me pronostica! —Traidor —repite la
mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy tiesa—. ¿Crees que Numa es
tonto? —¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa de vivo. Pero no se desespere,
señora Merceditas. Seguro que vendrá.
—No
vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí está la policía.
—¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido por otro
lado, por detrás de los cerros. Yo he cruzado el arenal solo. En todos los
pueblos preguntaba: "¿La señora Merceditas sigue en el tambo? Acaban de
soltarme y voy a torcerle el pescuezo". Más de veinte personas deben haber
corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué
cara ha puesto, señora Merceditas! —Si le pasa algo a Numa —balbucea la mujer,
roncamente— lo vas a lamentar toda tu vida, Jamaiquino. Este encoge los
hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar. Después va hasta el
mostrador, coge la lámpara de aceite y la prende. La cuelga en uno de los
carrizos de la puerta. —Se está haciendo de noche —dice—. Venga usted por acá,
señora Merceditas. Quiero que Numa la vea sentada en la puerta, esperándolo.
¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy muy olvidadizo. Se
inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del tambo. La luz
de la lámpara cae sobre la mujer y suaviza la piel de su rostro: parece más
joven. —¿Por qué haces esto, Jamaiquino? —La voz de doña Merceditas es, ahora,
débil. —¿Por qué? —dice el Jamaiquino—. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no es
verdad, señora Merceditas? Pasan los días y uno no tiene nada que hacer. Se
aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa mucha hambre. Oiga, me estaba
olvidando de un detalle. No puede estar con la boca abierta, no se vaya a poner
a dar gritos cuando venga Numa. Además podría tragarse una mosca. Se ríe.
Registra la habitación y encuentra un trapo. Con el venda media cara a doña
Merceditas. La examina un buen rato, divertido. —Permítame que le diga que
tiene un aspecto muy cómico así, señora Merceditas. No sé qué parece. En la
oscuridad del fondo del tambo, el Jamaiquino se yergue como una serpiente:
elásticamente y sin bulla. Permanece inclinado sobre si mismo, las manos
apoyadas en el mostrador. Dos metros adelante, en el cono de luz, la mujer está
rígida, la cara avanzada, como olfateando el aire: también ha oído. Ha sido un
ruido leve pero muy claro, proveniente de la izquierda, que se destacó sobre el
canto de los grillos. Brota otra vez, más largo: las ramas del bosquecillo
crujen y se quiebran, algo se acerca al umbo. "No está solo, susurra el
Jamaiquino. Mi chica." Mete la mano en el bolsillo, saca el silbato y se
lo pone entre los labios. Aguarda, sin moverse. La mujer se agita y el
Jamaiquino maldice entre dientes. La ve retorcerse en el sitio y mover la
cabeza como un péndulo, tratando de librarse de la venda. El ruido ha cesado:
¿está ya en la arena, que apaga las pisadas? La mujer tiene la cara vuelta
hacía la izquierda y sus ojos, como los de una iguana aplastada, sobresalen de
las órbitas. "Los ha visto", murmura el Jamaiquino. Coloca la punta
de la lengua en el silbato: el metal es cortante. Doña Merceditas continúa
moviendo la cabeza y gruñe con angustia. La cabra da un balido y el Jamaiquino
se agazapa. Unos segundos después ve una sombra que desciende sobre la mujer y
un brazo desnudo que se estira hacía la venda. Sopla con todas sus fuerzas a la
vez que se arroja de un salto contra el recién llegado. El silbato puebla la
noche como un incendio y se pierde entre las injurias que estallan a derecha e
izquierda, seguidas de pasos precipitados. Los dos hombres han caído sobre la
mujer. El Teniente es rápido: cuando el Jamaiquino se incorpora, una de sus
manos aferra a Numa por los pelos y la otra sostiene el revólver junto a su
sien. Cuatro guardias con fusiles los rodean. -¡Corran! —grita el Jamaiquino a
los guardias—. Los otros están en el bosque. ¡Rápido! Se van a escapar.
¡Rápido! -¡Quietos! —dice el Teniente. No le quita los ojos de encima a Numa.
Éste, con el rabillo del ojo, trata de localizar el revólver. Parece sereno;
sus manos cuelgan a los lados. —Sargento Lituma, amárrelo. Lituma deja el fusil
en el suelo y desenrolla la soga que tiene en la cintura. Ata a Numa de los
pies y luego lo esposa. La cabra se ha aproximado, y después de oler las
piernas de Numa, comienza a lamerlas, suavemente. —Los caballos, sargento
Lituma. El Teniente mete el revólver en la cartuchera y se inclina hacía la
mujer. Le quita la venda y las amarras. Doña Merceditas se pone de pie, aparta
a la cabra de un golpe en el lomo y se acerca a Numa. Le pasa la mano por la
frente, sin decir nada. —¿Qué te ha hecho? —dice Numa. —Nada —dice la mujer—.
¿Quieres fumar?
—Teniente
—insiste el Jamaiquino—. ¿Se da usted cuenta que ahí nomás, en el bosque, están
los otros? ¿No los ha oído? Deben ser tres o cuatro, por lo menos. ¿Qué espera
para mandar a buscarlos? —Silencio, negro —dice el Teniente, sin mirarlo.
Prende un fósforo y enciende el cigarrillo que la mujer ha puesto en la boca de
Numa. Éste comienza a chupar largas pitadas; tiene el cigarrillo entre los
dientes y arroja el humo por la nariz—. He venido a buscar a éste. A nadie más.
—Bueno —dice el Jamaiquino—. Peor para usted si no sabe su oficio. Yo ya
cumplí. Estoy libre. —Si —dice el Teniente—. Estás libre. —Los caballos, mi
Teniente —dice Lituma. Sujeta las riendas de cinco animales. —Súbalo a su
caballo, Lituma —dice el Teniente—. Irá con usted. El sargento y otro guardia
cargan a Numa y, después de desatarle los pies, lo sientan en el caballo.
Lituma monta tras él. El Teniente se aproxima a los caballos y coge las riendas
del suyo. —Oiga, Teniente, ¿con quién voy yo? —¿Tú? —dice el Teniente, con un
pie en el estribo—. ¿Tú? —Si —dice el Jamaiquino—. ¿Quién si no yo? —Estás
libre —dice el Teniente—. No tienes que venir con nosotros. Puedes ir donde
quieras. Lituma y los otros guardias, desde los caballos, ríen. —¿Qué broma es
ésta? —dice el Jamaiquino. Le tiembla la voz—. ¿ No va a dejarme aquí, verdad,
mi Teniente? Usted está oyendo esos ruidos Ahí en el bosque. Yo me he portado
bien. He cumplido. No puede hacerme eso. —Si vamos rápido, sargento Lituma
—dice el Teniente—, llegaremos a Piura al amanecer. Por el arenal es preferible
viajar de noche. Los animales se cansan menos. —Mi Teniente —grita el
Jamaiquino; ha cogido las riendas del caballo del oficial y las agita,
frenético—. ¡Usted no va a dejarme aquí! ¡No puede hacer una cosa tan perversa!
El
Teniente saca un píe del estribo y empuja al Jamaiquino, lejos. —Tendremos que
galopar de rato en rato —dice el Teniente—. ¿Cree usted que llueva, sargento
Lituma? —No creo, mi Teniente. El cielo está clarito. -¡No puede irse sin mi!
—clama el Jamaiquino, a voz en cuello. La señora Merceditas comienza a reír a
carcajadas, cogiéndose el estómago. —Vamos —dice el Teniente. -¡Teniente!
—grita el Jamaiquino—. ¡Teniente, le ruego! Los caballos se alejan, despacio.
El Jamaiquino lo mira, atónito. La luz de la lámpara ilumina su cara
desencajada. La señora Merceditas sigue riendo estruendosamente. De pronto,
calla. Alza las manos hasta su boca, como una bocina. —¡Numa! —grita—. Te
llevaré fruta los domingos. Luego, vuelve a reír, a grandes voces. En el
bosquecillo brota un rumor de ramas y hojas secas que se quiebran.
Cada vez que crujía una ramita, o croaba una
rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, el
viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra
chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A
través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las
luces de la araña encendida hacía rato, y bajo ellas sombras imprecisas que se
deslizaban de un lado a otro, con las cortinas, lentamente. Había sido corto de
vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya
cenaban o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las
flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y
los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían
evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus
párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El
entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante
el día habían decaído y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le molestaba
la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente,
humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo
sorprendía en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas horas,
don Eulogio?" Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que
estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre
los macizos de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que
llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al
recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el
pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin
ser visto. "¿Y si hubiera venido ya?", pensó, intranquilo. Porque
hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su
casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del
tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora
acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos y le golpeó el muslo. Pero
era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus
pasos asustados lo hubieran despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo,
encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la
cocina, habría gritado. Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era
menos fuerte, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar.
Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilíndrico de la
vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito
sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa
de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia,
batiendo levemente y en circulo su largo bastón enchapado en metal, mientras la
mujer pasaba bajo sus ojos, cirios y velas de diversos tamaños.
"Esta", dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia
por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla
pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con premura. El resto de la
tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el pequeño salón del rocambor
donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar
la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido
en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía
consigo y extrajo el precioso paquete. La tenia envuelta en su hermosa bufanda
de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo. A la
hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer
que circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa tibia, y
la visión entre grisácea y rojiza del cielo seria más enigmática en medio del
campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos
vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en
bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal paralelo a la
carretera, cuando de pronto lo divisó. —"¡Deténgase!" —dijo, pero el
chofer no le oyó—. "¡Deténgase! ¡Pare!". Cuando el auto se detuvo y
en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se
trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la
brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura,
terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin
ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de niño.
Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de
una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto
triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el
mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el
cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja,
hasta tenerlo apoyado en el interior entonces, sacando un nudillo por el
triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengüeta,
imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando
que aquello estaba vivo. Dos días la tuvo oculta en un cajón de la cómoda
abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su
hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación,
paseando nerviosamente entre los muebles opulentos de sus antepasados. Casi no
levantaba la cabeza; se diría que examinaba con devoción profunda y algo de
pavor, los dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra,
pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado; podían
sobrevenir complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo
indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el
proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana,
vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época aquella
casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino
habitada por animalitos grises y blancos que picoteaban con insistencia
cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las
flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran:
confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos
granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un brevísimo
temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que
estaba lista la cena, ya lo tenia decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana
siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas
invadía súbitamente el palomar y causaba desasosiego entre los animalitos,
mientras él, desde su ventana, observaba la escena con un catalejo. Había
imaginado que limpiar la calavera sería algo muy rápido, pero se equivocó. El
polvo, lo que había creído polvo y era tal vez excremento por su aliento
picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una mina de
metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la
bufanda se cubría de lamparones grises, sin que desapareciera la capa de
suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado,
arrojó la calavera, pero antes que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y
estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla
con precaución. Supuso entonces que la limpieza seria posible utilizando alguna
sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y
esperó en la puerta al mozo a quien arrancó con violencia la lata de las manos,
sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la
habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y,
al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse.
Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz; una tenue lluvia de
polvo cayó a sus pies, y él ni siquiera notaba que el aceite iba humedeciendo
también el filo de sus puños y la manga de su saco. De pronto, puesto de pie de
un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia,
resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante
superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín
y salió del Club Nacional. El automóvil que ocupó en la Plaza San Martín lo
dejó a la espalda de su casa, en Orrantia. Había anochecido. En la fría
semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta
estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad
al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido.
En
ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso
había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron
tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxigeno conectado a un
moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló
de la piedra y cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca
un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por
incorporarse y continuó allí, medio sepultado por las hierbas, respirando
fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que
conservaba la calavera de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos
centímetros del suelo, todavía limpia. La pérgola estaba a unos veinte metros
de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin
distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces
en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del
comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él
había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer.
Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano, de divisar
al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea,
integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más; extrajo la
vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedrecitas y trabajó
rápidamente hasta asegurar la vela sobre las piedras y colocar a ésta, como un
obstáculo, en medio del sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que
la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran
excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la
medida era justa, por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la
vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la
voz y, aunque sus palabras eran todavía incomprensibles, supo que se dirigía al
niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa
del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos
grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue
brevísimo; lo fulminó el nieto, chillando: "Pero conste: hoy acaba el
castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy". Con las
últimas palabras escuchó pasos precipitados. ¿Venia corriendo? Era el momento
decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su plan.
El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien.
Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun
segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía
no era exactamente lo que había imaginado, cuando una llamarada súbita creció
entre sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y
entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas,
por el cráneo, por la nariz y por la boca. "Se ha prendido toda",
exclamó maravillado. Había quedado inmóvil y repetía como un disco "fue el
aceite, fue el aceite", estupefacto, embrujado ante la fascinante calavera
enrollada por las llamas.
Justamente
en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal
atravesado por muchísimos venablos. El niño estaba ante él, las manos
alargadas, los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenia los ojos y la boca
muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta, independientemente,
hacía unos extraños ruidos roncos. "Me ha visto, me ha visto", se
decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo
había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquella cabeza llameante.
Sus ojos estaban inmovilizados con un terror profundo y eterno retratado en
ellos. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido, la visión de esa
figura de pantalón corto súbitamente poseída de terror. Pensaba entusiasmado
que los hechos habían sido más perfectos incluso que su plan, cuando sintió
voces y pasos que venían y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media
vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los
macizos de crisantemos y rosales que entreveía a medida que lo alcanzaban los
reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La
atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero menos
sincero que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza. En la calle, un
viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió
caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo
satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario