Joseph Conrad 1857- 1924
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La Frase:

"Dios es para los hombres y la religión es
para las mujeres".



La Obra:
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La vorágine no es solamente el caos, mientras avanza por el río Congo se van abriendo simultáneamente los diversos pliegues de laselva y, al unísono, las pieles que cubren la moral del hombre y su descenso a los infiernos, a lo más profundo de su insaciable podredumbre, de su instinto voraz, sanguinario y caótico. Marlow llega a la costa Africana en busca de la estación central para ir, luego,a la estación interior en un periplo cada vez mas degradante. El Corazón de las tinieblas es un libro que pone en entredicho la realidad occidental y apela a la bondad del mundo primitivo.





     El corazón de las tinieblas por Vargas LLosa


    " Conrad no hubiera podido escribir jamás esta historia sin los seis meses que pasó en el Congo devastado por la Compañía de Leopoldo II. Pero, aunque esa experiencia fue la materia prima de esta novela que puede leerse, entre otras lecturas posibles, como un exorcismo contra el colonialismo y el imperialismo, El corazón de las tinieblas trasciende la circunstancia histórica y social para convertirse en una exploración de las raíces de lo humano, esas catacumbas del ser donde anida una vocación de irracionalidad destructiva que el progreso y la civilización consiguen atenuar pero nunca erradicar del todo. Pocas historias han logrado expresar, de manera tan sintética y subyugante como esta, el mal, entendido en sus connotaciones metafísicas individuales y en sus proyecciones sociales. Porque la tragedia que personifica Kurtz tiene que ver tanto con unas instituciones históricas y económicas a las que la codicia desnaturaliza y corrompe como con aquella propensión recóndita a la "caída", a la corrupción moral del espíritu humano, eso que la religión cristiana denomina el pecado original y el psicoanálisis el instinto de muerte.


     La novela es mucho más sutil e inapresable que las contradictorias interpretaciones a que ha dado lugar: la lucha entre civilización y barbarie, el retorno al mundo mágico de rituales y sacrificios del hombre primitivo, la frágil corteza que separa la modernidad del salvajismo. En un primer plano, es, sin duda, y pese a las severísimas condenas que lanzó contra ella el escritor africano Chinua Achebe acusándola de prejuiciada y salvajemente racista (bloody racist) contra los negros, una dura crítica a la ineptitud de la civilización occidental para trascender la naturaleza humana, cruel e incivil, tal como ella se manifiesta en esos blancos que la Compañía tiene instalados en el corazón del África para que exploten a los nativos y depreden sus bosques y su fauna, desapareciendo a los elefantes en busca del precioso marfil. Estos individuos representan una peor forma de barbarie (ya que es consciente e interesada) que la de aquellos bárbaros, caníbales y paganos, que han hecho de Kurtz un pequeño dios.



     Kurtz, en teoría el personaje central de esta historia, es un puro misterio, un dato escondido, una ausencia más que una presencia, un mito que su fugaz aparición al final de la novela no llega a eclipsar reemplazándola por un ser concreto. En algún momento, fue un hombre muy superior intelectual y moralmente a esa colección de mediocridades ávidas que son sus colegas empleados de la Compañía, según las versiones que de él va recogiendo Marlow mientras remonta el gran río, rumbo a esa remota estación donde aquél se encuentra, o después de su muerte. Porque era, entonces, un hombre de ideas —un periodista, un poeta, un músico, un político—, convencido, a juzgar por el informe que redactó para la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes, de que, haciendo lo que hacía —recogiendo el marfil para exportarlo a Europa— el capitalismo europeo cumplía una misión civilizadora, una especie de cruzada comercial y moral a la vez, de tanta significación que justificaba incluso las peores violencias cometidas en su nombre. Pero este es el mito. Cuando vemos al Kurtz de carne y hueso, es ya una sombra de sí mismo, un moribundo enloquecido y delirante, en el que no quedan rastros de aquel proyecto ambicioso que, al parecer, lo abrasaba en el comienzo de su aventura africana, una ruina humana en la que Marlow no advierte una sola de aquellas supuestas ideas portentosas que antaño lo animaban. Lo único definitivo que llegamos a saber de él es que ha saqueado más marfil que ningún otro agente para la empresa, y que —en esto sí que es diferente y superior a los otros blancos— ha conseguido comunicarse con los nativos, seducirlos, hechizar a aquellos "salvajes" a los que sus colegas se contentan con explotar, y, en cierto modo, convertirse en uno de ellos: un reyezuelo al que aquellos profesan una devoción sin reservas y sobre los que él ejerce el dominio despótico de las tribus más primitivas.

     Esta dialéctica entre civilización y barbarie es tema neurálgico en El corazón de las tinieblas. Para cualquier lector sin orejeras, es evidente que de ningún modo se desprende de la novela que la barbarie sea el África y Europa la civilización. Si hay una barbarie explícita, cínica, la encarna la Compañía, cuya razón de ser en las selvas y ríos donde se ha instalado es saquearlos, explotando para ello con ilimitada crueldad a esos caníbales a los que esclaviza, reprime o mata sin el menor escrúpulo, igual que a las manadas de elefantes, para conseguir el oro blanco, el ansiado marfil. La locura de Kurtz es la exacerbación hasta el extremo límite de esta barbarie que la Compañía (presentada como un ente abstracto demoniaco) lleva consigo al corazón de las tinieblas africanas.

     La locura, por lo demás, no es patrimonio exclusivo de Kurtz, sino un estado de ánimo o enfermedad que parece apoderarse de los europeos apenas pisan suelo africano, tal como insinúa a Marlow el médico de la Compañía que lo examina y le mide la cabeza en la "ciudad espectral", al hablarle de "los cambios mentales que se producen en los individuos en aquel sitio..." Así lo confirma Marlow nada más llegar a la boca del gran río, cuando divisa un barco de guerra francés cañoneando absurdamente no un objetivo militar concreto, sino las selvas, el continente africano, como si aquellos soldados hubieran perdido el juicio. Buena parte de los blancos con los que alterna en el viaje dan síntomas de desequilibrio o alteración del carácter, desde el maniático contador imperturbable y los exaltados peregrinos hasta el trashumante y gárrulo ruso vestido como un arlequín. La frontera entre la lucidez y la locura destella en la nota feroz, destemplada, que aparece al pie del informe de Kurtz a la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes. ¿Cuánto tiempo media entre el informe y esa exhortación: "¡Exterminad a estos bárbaros!"? No lo sabemos. Pero sí que entre ambos textos se interpuso la realidad africana y que ella bastó para que la mente de Kurtz (o su alma) basculara de la razón a la sinrazón (o del Bien al Mal). Cuando garabateó ese mandamiento exterminador, Kurtz ya lo ponía en práctica, sin duda, y alrededor de su cabaña se balanceaban las cabezas clavadas en estacas.

     Del relato se desprende una visión muy pesimista, por decir lo menos, de esa civilización europea representada por la "ciudad espectral" o "sepulcro blanqueado" donde está la casa matriz de la Compañía, a cuyas puertas reciben al visitante unas mujeres tejiendo, que, como han señalado los críticos, se parecen sospechosamente a las Parcas de Virgilio y Dante que cuidan las puertas del averno. Si esa civilización existe, ella, como el dios Jano, tiene dos caras: una para Europa y otra para el África, donde reaparecen toda la violencia y crueldad en las relaciones humanas que en el viejo continente se creían abolidas. En el mejor de los casos, la civilización luce como una delgada película, debajo de la cual siguen agazapados los viejos demonios esperando las circunstancias propicias para reaparecer y ahogar en ceremonias de puro instinto e irracionalidad, como las que preside Kurtz en su reino irrisorio, al precario civilizado.

     La extremada complejidad de la historia está muy bien subrayada por la compleja estructura de la narración, por los narradores, escenarios y tiempos superpuestos que se van alternando en el relato. Vasos comunicantes y cajas chinas se relevan e imbrican para edificar un todo narrativo funcional y sutil. El río Támesis y el gran río africano (el Congo, aunque no sea nombrado) son los dos escenarios enhebrados por la historia. Dos ríos, dos continentes, dos culturas, dos tiempos históricos, entre los que va mudando el principal personaje-narrador, el capitán Charlie Marlow, que cuenta, a cuatro amigos, en la noche fluvial londinense, su antigua aventura africana. Pero, en esta realidad binaria, en la que hay dos mujeres asociadas a Kurtz —la negra "bárbara y soberbia" y su delicada novia blanca— hay también dos narradores, ya que Marlow narra dentro de la narración de otro narrador-personaje (que habla de "nosotros", como si fuera uno de los amigos que escuchan a Marlow), éste anónimo y furtivo, cuya función es la de velar la historia, disolviéndola en una neblina de subjetividad. O, mejor, de subjetividades que se cruzan y descruzan, para crear la enrarecida atmósfera en que transcurre el relato. Una atmósfera a ratos de confusión y a ratos de pesadilla, en la que el tiempo se adensa, parece inmovilizarse, para luego saltar a otro momento, de manera sincopada, dejando vacíos intermedios, silencios y sobreentendidos. Esta atmósfera, uno de los mejores logros del libro, resulta de la poderosa presencia de una prosa cargada, por momentos grandilocuente y torrencial, llena de imágenes misteriosas y resonancias mágico-religiosas, se diría que impregnada de la abundancia vegetal y de los vahos selváticos. El crítico inglés F.R. Leavis deploró en este estilo la "insistencia adjetivadora" (adjectival insistence), algo que, a mi juicio, es más bien uno de sus atributos imprescindibles para desracionalizar y diluir la historia en un clima de total ambigüedad, en un ritmo y fluencia de realidad onírica que la hagan persuasiva. Esta atmósfera reproduce el estado anímico de Marlow, a quien lo que ve, en su viaje africano, en los puestos y factorías de la Compañía, deja perplejo, confuso, horrorizado, en un crescendo del exceso que hace verosímil la historia de Kurtz, el horror absoluto que la narración alcanza con él. Relatada en un estilo más sobrio y circunspecto, aquella desmesurada historia sería increíble.

     La experiencia africana cambia la personalidad de Marlow, como cambió la de Conrad. Y, también, su visión del mundo, o por lo menos de Europa. Cuando retorna a la "ciudad espectral" con los papeles y el recuerdo de Kurtz, contempla a distancia y con desprecio a esa "gente que se apresuraba por las calles para extraer unos de otros un poco de dinero, para devorar su infame comida, para tragar su cerveza malsana, para soñar sus sueños insignificantes y torpes". ¿A qué se debe esta aversión? A que estos seres eran "una infracción a mis pensamientos", "intrusos cuyo conocimiento de la vida constituía para mí una pretensión irritante, porque estaba seguro de que no era posible que supieran las cosas que yo sabía". Lo que, gracias a aquel viaje, ha aprendido sobre la vida y el ser humano, ha hecho de él un ser sin inocencia ni espontaneidad, muy crítico y desconfiado de sus congéneres.

     Marlow, que antes de viajar al África odiaba la mentira, a su regreso no vacila en mentir a la prometida de Kurtz, a la que engaña diciéndole que las últimas palabras de éste fueron el nombre de ella, cuando, en verdad, exclamó: "¡Ah, el horror¡ ¡El horror!" ¿Fue una mentira piadosa para consolar a una mujer que sufría? Sí, también. Pero fue, sobre todo, la aceptación de que hay verdades tan intolerables en la vida que justifican las mentiras. Es decir, las ficciones; es decir, la literatura". -




 
¿Dónde está Kurtz?
Por :Iván de la Nuez

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y el Diario del Congo, de Ernesto Che Guevara, acotan la historia del colonialismo moderno. Conrad, en los inicios, y Guevara, al final --con su propuesta revolucionaria de independencia de las antiguas colonias de África--, abren y cierran el ciclo de ese colonialismo voraz que instaló la modernidad y generó, al mismo tiempo, la respuesta frontal al mismo. Entre Marlowe, el personaje de la novela, y el Che, el personaje del diario, río Congo adentro tiene lugar una historia colonial que se manejó sobre principios de voracidad y resistencia, a me- nudo violenta, casi siempre binaria: Norte-Sur, desarrollo-subdesarrollo, centro-periferia, civilización-barbarie, blancos-negros, metrópoli-colonia. Desde entonces, los libros del Che, así como Los condenados de la tierra, de Frantz Fannon, o los discursos de líderes africanos como Patrice Lumumba y Amílcar Cabral, que desembocaron luego en los estudios poscoloniales de Edward Said, Hommi Bhaba, Geeta Kapoor y Spivak.

De las muchas lecturas y versiones de El corazón de las tinieblas hay una que gana en actualidad: la que indaga sobre el desgaja- miento de Kurtz, un personaje en medio de la selva, fuera de toda regla y control. Kurtz, acaso, se instala en un mundo cuyas formas de colonizar están más allá del mundo de Marlowe pero, también, cu- yas prestaciones anticolonialistas son de un orden posterior a la era del Che. Kurtz es un personaje al que es posible leer en las claves de la globalización, en lo que Toni Negri ha esbozado como la "era del imperio": una época posterior al imperialismo en la cual el grado de generalidad hace que éste ya no sea localizable en un país concreto y que se expanda hacia todos los horizontes del universo. Kurtz, como el imperio, carece de límites o fronteras y, sobre todo, se ha ahorrado --como han hecho Robert D. Kaplan y Francis Fukuyama-- cualquier coartada moral o civilizatoria para disfrazar la razón cínica de la codicia. Kurtz es el colonialista del fin de la historia y, también, el de esta era de la inundación en la cual, desde el río Congo, las huestes cambian la dirección del viaje y avanzan hacia Occidente. Quizá para devolvernos, desde el espejo que Kurtz rompió, la imagen de la crueldad colonial en la que nuestro mundo ha forjado su opulencia.